El genocidio que Israel comete en Gaza no puede comprenderse como un fenómeno aislado ni como el resultado exclusivo de la política sionista. Desde hace décadas, pero con particular crudeza en el último año, los organismos internacionales, las organizaciones de derechos humanos y las propias Naciones Unidas han reconocido que los crímenes perpetrados contra el pueblo palestino cumplen con las características establecidas por la Convención de 1948 para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio: asesinatos masivos, daños físicos y psicológicos graves, condiciones de vida deliberadamente insostenibles y medidas para impedir la reproducción de la población. Sin embargo, este crimen de lesa humanidad no habría alcanzado la magnitud actual sin la intervención decisiva de las potencias imperialistas, principalmente Estados Unidos y el Reino Unido, pero también de la Unión Europea en su conjunto. Más allá de las justificaciones ideológicas o religiosas, el genocidio es funcional a los intereses económicos y geopolíticos del imperialismo en Medio Oriente.
En primer lugar, la dimensión material del genocidio demuestra con claridad la dependencia estructural de Israel respecto a sus aliados occidentales. Estados Unidos otorga, desde hace décadas, la mayor partida de asistencia militar bilateral a cualquier país del mundo: 3,800 millones de dólares anuales en promedio, a lo que se suman paquetes extraordinarios, como los más de 17,000 millones aprobados en los meses posteriores a octubre de 2023. Este financiamiento se traduce en la entrega de aviones de combate, bombas de alta precisión, sistemas de misiles, blindajes y logística sin los cuales la ofensiva israelí simplemente no podría sostenerse. Inglaterra, por su parte, aunque con menor volumen, contribuye con la transferencia de tecnología, licencias de exportación de armas, entrenamiento militar y respaldo financiero a través de empresas transnacionales de la industria bélica. Varios países de la Unión Europea, además, participan en la cadena de producción de componentes y permiten a Israel exportar armamento “probado en combate”, es decir, armas utilizadas contra población civil palestina que luego se comercializan como productos de eficacia comprobada. La masacre se convierte así en vitrina de negocios para el complejo militar-industrial internacional.
La otra cara de este apoyo material es la cobertura diplomática. Desde el inicio de la ofensiva, Estados Unidos ha vetado repetidamente en el Consejo de Seguridad de la ONU resoluciones que exigían un alto al fuego inmediato, el acceso sin restricciones de ayuda humanitaria y la condena explícita de los ataques indiscriminados contra civiles. El Reino Unido y varios países europeos han acompañado esa estrategia, ya sea votando en contra, absteniéndose o limitándose a discursos ambiguos sobre la “legítima defensa” de Israel. Este respaldo no es menor: gracias a él, Israel ha podido actuar con total impunidad frente a las normas del derecho internacional, sabiendo que nunca enfrentará sanciones reales ni medidas coercitivas. A esta protección se suma el aparato mediático occidental que, en lugar de llamar a las cosas por su nombre, insiste en hablar de “conflicto” o “guerra”, como si se tratara de dos bandos simétricos, invisibilizando la asimetría brutal entre un Estado altamente militarizado y una población cercada, empobrecida y sin medios de defensa comparables. El lenguaje se convierte así en arma diplomática que legitima el exterminio y desarma la conciencia pública.
La pregunta central, entonces, es ¿por qué Estados Unidos, Inglaterra y la Unión Europea se empecinan en sostener a Israel incluso a costa de su propia imagen internacional y de las crecientes movilizaciones populares que en las calles de Londres, Washington, París o Berlín condenan abiertamente el genocidio? La respuesta hay que buscarla en la lógica del imperialismo como fase superior del capitalismo. Israel funciona en Medio Oriente como enclave militar y político de Occidente, garante de los intereses estratégicos de las potencias en una de las regiones más ricas en petróleo y gas del mundo. Mantener a Palestina fragmentada, sometida y en permanente estado de crisis evita la consolidación de un frente árabe unido, debilita a movimientos nacionalistas y antiimperialistas, y asegura que países como Irán, Siria o Líbano no puedan expandir su influencia regional sin enfrentar el contrapeso militar israelí. Al mismo tiempo, el genocidio garantiza la ocupación de tierras palestinas y facilita la expansión de colonias, lo que en términos materiales significa control territorial y de recursos hídricos fundamentales para la región.
Además, la guerra es también un negocio lucrativo. Cada bomba lanzada en Gaza es una venta más para los fabricantes de armas estadounidenses y europeas; cada misil interceptado se convierte en demostración tecnológica que abre nuevos contratos; cada sistema de vigilancia desplegado sirve de propaganda para la industria de seguridad. Gaza se transforma en un laboratorio de guerra donde se ensayan y perfeccionan instrumentos de represión que luego se exportan a otros contextos. Así, el sufrimiento palestino se convierte en mercancía, en valor de cambio dentro de la lógica de acumulación capitalista global. Este proceso no es nuevo: lo hemos visto en Irak, en Afganistán, en Libia. La diferencia es que en Palestina la desproporción entre resistencia y poder militar es tan evidente que el genocidio se vuelve inocultable, aunque los medios intenten maquillar su brutalidad.
El respaldo diplomático también responde a un cálculo imperialista más amplio. Reconocer oficialmente el genocidio implicaría que Estados Unidos, Inglaterra y otros países europeos se convirtieran en cómplices por acción u omisión, pues la Convención contra el Genocidio obliga no solo a no cometerlo, sino a prevenirlo y sancionarlo. Esa admisión abriría la puerta a demandas internacionales, sanciones económicas, bloqueos de armas y hasta procesos judiciales contra líderes occidentales que han firmado contratos de suministro sabiendo que sus armas serían usadas contra civiles. Por ello, se resisten a usar el término, apelan a tecnicismos jurídicos o dilatan las investigaciones, aún cuando la Comisión Internacional Independiente de la ONU ya ha concluido que Israel incurre en genocidio y Amnistía Internacional, exige acciones urgentes para detenerlo. El derecho internacional se utiliza de manera selectiva: sirve para sancionar a enemigos como Rusia en el caso de Ucrania, pero se relativiza cuando el acusado es un aliado estratégico como Israel.
Este doble rasero no es un error ni una contradicción pasajera: es la esencia misma del imperialismo. Los tratados, las instituciones y el discurso de los derechos humanos se convierten en herramientas al servicio de los monopolios y de los estados que los representan. El genocidio palestino es, en este sentido, una expresión particular de un fenómeno general: la subordinación de la vida humana a la ganancia capitalista y al dominio geopolítico. El pueblo palestino es víctima, pero también símbolo de una contradicción más amplia entre los pueblos oprimidos y las potencias imperialistas que pretenden someterlos. No se trata únicamente de una tragedia humanitaria, sino de un conflicto de clase y de dominación mundial.
La conclusión es clara: el genocidio de Gaza no puede detenerse con llamados retóricos ni con resoluciones de organismos que carecen de mecanismos coercitivos. La única vía real es la presión internacional de los pueblos, la movilización organizada, la ruptura con las cadenas de financiamiento y comercio que sostienen al Estado israelí, y el fortalecimiento de un movimiento solidario que combine la denuncia moral con la acción política concreta. El deber de las fuerzas progresistas, comunistas y antiimperialistas es desenmascarar el papel de Estados Unidos, Inglaterra y Europa, mostrar que no se trata de democracias benevolentes sino de estados imperialistas que promueven y financian la barbarie, y organizar a las masas para que el clamor de “Palestina libre” se traduzca en boicot, en sanción, en apoyo material y en resistencia. Como enseñó Lenin, la solidaridad con los pueblos oprimidos no es un gesto sentimental, sino una tarea estratégica en la lucha contra el imperialismo. Defender a Palestina es, en última instancia, defender la causa de todos los pueblos que aspiran a su soberanía y a un mundo libre de explotación y opresión.
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