No es desconocido para nadie que vivimos en un sistema económico profundamente desigual, donde la riqueza no solo se concentra en unos pocos, sino que también tiende a multiplicarse a favor de quienes ya lo tienen todo.
Esta no es una casualidad, ni una consecuencia inevitable del desarrollo, sino el resultado de un modelo estructurado sobre la explotación de las mayorías. Los ricos se hacen más ricos, no porque trabajen más o sean más inteligentes, sino porque el sistema está diseñado para que así sea.
Mientras no se toquen los privilegios reales, mientras no se impongan impuestos progresivos ni se regulen los monopolios, la riqueza seguirá fluyendo hacia los de arriba.
Durante siglos, los grandes capitales han prosperado a costa del trabajo de millones. Las ganancias de las élites no surgen en un vacío: son producto directo del esfuerzo mal pagado de obreros, campesinos, empleados, trabajadores informales y precarizados.
El salario mínimo nunca ha sido suficiente para cubrir las necesidades básicas, mientras que las fortunas de los dueños de grandes corporaciones crecen exponencialmente. Esta fórmula, brutal pero eficaz, ha sido la base del capitalismo desde sus inicios: extraer más de quienes tienen menos, para que unos cuantos tengan más de lo que podrían gastar en diez vidas.
Sin embargo, en el México reciente ha surgido una nueva modalidad que perpetúa y refuerza esta lógica. Durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, se implantó una política de apoyos sociales a través de tarjetas y transferencias directas con el argumento de combatir la pobreza y devolverle el poder al pueblo. En apariencia, esta estrategia parecía digna y justa: poner dinero en manos del pueblo. Pero el mecanismo no ha cambiado la estructura de fondo.
Los apoyos económicos, en su gran mayoría, se consumen de inmediato en bienes y servicios básicos: alimentos, medicinas, ropa, transporte. ¿Y quién controla esos sectores? Los grandes empresarios.
Los supermercados, las farmacéuticas, las tiendas de conveniencia, las cadenas comerciales nacionales y transnacionales reciben esa derrama económica y la convierten en utilidades récord.
Así, lo que parece una política de redistribución en realidad ha funcionado como una transferencia indirecta de recursos públicos a las grandes corporaciones. Un subsidio disfrazado.
Las cifras son elocuentes. Carlos Slim, el magnate de las telecomunicaciones, vio crecer su fortuna un 78.1 %, pasando de 52 mil 900 millones de dólares en 2018 a 94 mil 200 millones en 2024. Germán Larrea, director de Grupo México, tuvo un aumento monumental del 944.2 % en su riqueza: de 3 mil 600 millones a 37 mil 800 millones de dólares.
Ricardo Salinas Pliego, presidente de Grupo Salinas, también incrementó su patrimonio de 10 mil 100 millones a 13 mil millones de dólares, un alza del 28.7 %.
Alejandro Baillères heredó el emporio familiar y su fortuna alcanzó los 6 mil 900 millones de dólares, mientras que Juan Beckmann Vidal y su familia, dueños de José Cuervo, incrementaron su capital un 82.2 %, de 3 mil 700 millones a 6 mil 700 millones de dólares.
Es decir, el dinero sale del Estado, se entrega al pueblo, pero no se queda en él: regresa rápidamente al bolsillo de los grandes capitalistas. El resultado es una paz social momentánea, pero no un cambio estructural.
La desigualdad no se reduce; al contrario, se disfraza. La pobreza no se elimina; se administra. Y mientras tanto, los ricos —esos mismos que antes criticaban al régimen obradorista— aplauden discretamente, porque el negocio sigue funcionando.
El verdadero problema de fondo no es sólo económico, sino político y ético. Mientras no se toquen los privilegios reales, mientras no se impongan impuestos progresivos, se regulen los monopolios, se impulse la economía popular y se rompa con la lógica del consumo como vía de salvación, la riqueza seguirá fluyendo hacia los de arriba. Porque en este juego de espejos, incluso las políticas más “populares” terminan sirviendo al capital.
Por eso los ricos se hacen más ricos. No porque el mundo funcione así por naturaleza, sino porque hemos permitido que así funcione.
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