En México, hablar de vivienda digna no es referirse a un lujo, sino a una deuda histórica. Millones de familias se enfrentan todos los días a la imposibilidad de acceder a un espacio propio, seguro y habitable.
El caso de Tláhuac, donde decenas de familias pobres exigen que se les permita construir departamentos financiados por el Instituto de Vivienda de la Ciudad de México (INVI), pone de relieve la contradicción más dolorosa de nuestra política social: mientras se presume que el número de pobres ha disminuido, en la realidad miles siguen atrapados en el hacinamiento y la precariedad.
El malestar social va en aumento, los afectados organizados en el Movimiento Antorchista de la Ciudad de México han realizado al menos diez protestas —entre mítines y cadenas humanas— sin obtener respuesta.
En octubre, la alcaldesa morenista de Tláhuac, Berenice Hernández Calderón, cumplirá un año en funciones. Desde que asumió el cargo, cientos de habitantes le plantearon su exigencia más urgente: acceso a una vivienda digna. Se trata de familias que llevan más de 20 años sin un hogar formal, obligadas a sobrevivir hacinadas, sin servicios básicos y bajo la amenaza constante de inundaciones, muchas veces con aguas negras.
Su esperanza estaba puesta en un proyecto gestionado ante el Gobierno central y el INVI, que incluía compromisos para adquirir un terreno y construir departamentos accesibles. Pero a casi un año de administración, la respuesta de la alcaldesa ha sido negativa: mientras se niega a autorizar vivienda popular, sí favorece a gente pudiente al aprobar la construcción de zonas residenciales exclusivas.
La situación es clara: el INVI ya aprobó el proyecto y consiguió el financiamiento, las familias están dispuestas a pagar sus departamentos en plazos accesibles, pero la alcaldesa se niega rotundamente a dar los permisos. Su argumento es que la alcaldía carece de agua y drenaje suficientes.
Sin embargo, esa misma administración permitió levantar conjuntos habitacionales de lujo en zonas cercanas, como en la calle Guillermo Prieto. Para los ricos sí hay servicios; para los pobres, solo negativas. Este doble discurso desnuda un clasismo que hiere.
Las familias que protestan no son improvisadas. En el predio conocido como Buena Suerte, cientos de personas han sobrevivido por casi dos décadas en casas de cartón y lámina, con baños y lavaderos colectivos y calles convertidas en ríos pestilentes durante las lluvias. Allí, cada temporada es un recordatorio de que el derecho constitucional a una vivienda digna sigue siendo letra muerta. Negarles este proyecto equivale a perpetuar el hacinamiento y el desamparo.
El malestar social va en aumento. Los afectados, organizados en el Movimiento Antorchista de la Ciudad de México, han realizado al menos diez protestas —entre mítines y cadenas humanas— sin obtener respuesta.
Ahora, anuncian que llevarán el caso a la denuncia pública nacional: acusarán a la alcaldesa Berenice Hernández de arrebatar a miles de mexicanos el derecho a una vivienda, agravando un déficit que en la Ciudad de México alcanza 700 mil unidades en los últimos quince años.
El fondo del problema no es la falta de recursos ni de espacio. Es la falta de voluntad política para priorizar a los más pobres. En México existen casi nueve millones de viviendas en rezago habitacional ampliado, es decir, construidas con materiales de desecho, con piso de tierra o en hacinamiento. Una de cada cuatro casas no cumple condiciones mínimas.
Frente a este panorama, resulta absurdo hablar de “reducción de la pobreza”, como hace la presidenta de la república. La realidad contradice al discurso.
La historia reciente explica cómo llegamos a este punto. En el año 2000, el entonces jefe de gobierno Andrés Manuel López Obrador emitió el famoso Bando 2, que limitó severamente la construcción de vivienda en doce delegaciones populares y la concentró en cuatro céntricas.
El resultado fue un proceso acelerado de gentrificación: los barrios obreros fueron expulsados hacia la periferia o el Estado de México, mientras el centro se reservó para quienes podían pagar más. Aunque la medida fue derogada en 2007, el daño estaba hecho: nunca se recuperó una política sólida de vivienda popular.
El caso de Tláhuac es el reflejo actual de esa exclusión. Se levantan torres de lujo mientras se bloquea el acceso a departamentos para trabajadores. Se privilegia el negocio inmobiliario sobre la dignidad humana. Y lo más grave: se hace desde un gobierno que presume gobernar “para los pobres”.
Desde Aguascalientes denunciamos este atropello. Conocemos las dificultades para acceder a una vivienda digna: precios elevados, créditos insuficientes, etcétera. Por eso, nuestra solidaridad con las familias de Buena Suerte no es solo moral, es también un acto de conciencia: lo que ocurre en Tláhuac refleja un problema nacional que tarde o temprano nos alcanza a todos.
La vivienda no puede seguir siendo mercancía para unos cuantos. Es un derecho humano ligado a la salud, la seguridad y la dignidad. Hacemos nuestra su lucha y mientras un solo mexicano viva en una choza de cartón, mientras una sola familia dependa de un drenaje colapsado y la desigualdad continúe, la única salida que tenemos es organizarnos en el Movimiento Antorchista.
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