Desde que la sociedad se dividió en clases sociales y surgió el Estado, las clases dominantes (esclavistas, señores feudales y capitalistas) han intentado evitar que las clases subalternas participen o tomen la dirección de él. De hecho, en los periodos esclavista y feudal, a los subalternos se les creía inferiores; ni siquiera se les consideraba con la capacidad de pensar.
La única alternativa que les queda a las clases trabajadoras es que se organicen, se eduquen políticamente y luchen hasta que logren tomar el poder del Estado para ordenar la sociedad de otra manera.
Como consecuencia de la Revolución Francesa de 1789, la situación cambió de manera importante, pues por primera vez se reconoció legalmente que todos los seres humanos somos iguales y, por lo tanto, tenemos los mismos derechos. Cabe aclarar que, tanto en el esclavismo como en el feudalismo, hubo personajes que reflexionaron y discutieron en torno a la igualdad entre los individuos y la necesidad de reivindicar sus derechos.
Pasada dicha revolución, lo estipulado en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano quedó en letra muerta para la mayoría de la población; solo una minoría se benefició. Como lo comentan Domenico Losurdo y Gonzalo Pontón, a pesar de que el “liberalismo es la tradición de pensamiento que centra su preocupación por la libertad del individuo” y la igualdad, la burguesía —que es la clase que sostenía esta tradición y se convirtió en la clase dominante de manera completa, pues antes ya ostentaba el poder económico pero le faltaba el poder político— continuó con la esclavitud hasta donde las condiciones se lo permitieron.
De hecho, Josep Fontana destaca que el desarrollo del capitalismo en el siglo XIX no hubiera sido posible sin la “segunda” esclavitud: “Pese a patrocinar públicamente el abolicionismo, Inglaterra no prohibió la esclavitud en su territorio y en sus colonias hasta julio de 1833, aunque en estas últimas sólo se liberaba a los esclavos menores de seis años, mientras que los demás quedaban como ‘aprendices’ hasta ser definitivamente puestos en libertad en dos etapas: en 1838 y 1840” (Democracia y capitalismo, J. Fontana).
En Estados Unidos, país que se ha vanagloriado como de avanzada en la lucha por la igualdad, cuando ya no pudieron sostener la esclavitud y la tuvieron que abolir, hubo planteamientos como el de Tocqueville, que propuso impedirles a los exesclavos la propiedad de la tierra y la posibilidad de participar en la política.
En nuestro país ha pasado lo mismo: las clases dominantes han impedido, a través de la fuerza y de la ideología, que los trabajadores tengan acceso al poder. Basta recordar que la “Independencia” de 1821 se logró a raíz de una negociación entre grupos de la misma clase (los ricos de España con los ricos de la Nueva España, de diferentes naciones, pero, al final, ricos todos), pues querían evitar a toda costa que el poder quedara en manos de los proletarios.
En otros movimientos que se suscitaron, como la Revolución de 1910-1921, nuevamente fueron los ricos los que se beneficiaron. Ciertamente, las clases trabajadoras lograron reivindicaciones importantes; sin embargo, muchas de estas siguen sin materializarse.
A pesar del reconocimiento legal de la igualdad entre los individuos, la realidad ha mostrado que las diferencias de clase no sólo no se han eliminado, sino que se han agudizado. Ahora, los ricos lo son más y los pobres aún más pobres.
Las políticas que se han implementado solo han servido para incrementar su riqueza; por ejemplo, los priistas le malbarataron Teléfonos de México (Telmex) a Carlos Slim, y los morenistas, además de que le otorgaron a discreción contratos para la construcción del Tren Maya y el aeropuerto de Tulum, le ayudaron a casi duplicar su riqueza en tan solo seis años (Riqueza de Carlos Slim creció 80 % en sexenio de AMLO, El Economista, sep. 2024).
Como podemos notar, las clases dominantes han utilizado diversos mecanismos para perpetuar su supremacía, como los medios de comunicación, la fuerza pública, la educación, la religión, los partidos políticos, etcétera. Cuando estos mecanismos se han agotado, han encontrado otros que les siguen garantizando dicha sumisión. Válgase el caso de la alternancia del PRI por el PAN y luego por Morena, pero la suerte de los mexicanos, lejos de mejorar, ha empeorado.
A la población le han mentido diciéndole que ahora sí sus condiciones van a mejorar, que no hay necesidad de que busque el poder del Estado porque ya está representada por el partido en turno. No obstante, mientras las clases trabajadoras siguen esperando la bondad del gobierno y tienen que vérselas por sí mismas hasta para comprarse un paracetamol, pues ya ni eso dan en los hospitales, los ricos siguen amasando sus fortunas, tal como lo reportó la revista Forbes en abril de 2024: las diez personas más ricas de México alcanzan un monto conjunto de 176 millones 800 mil dólares (MDD), un 45.2 % más en comparación con el año 2018 (Forbes, 2024).
Con lo anterior, se puede deducir que la única alternativa que les queda a las clases trabajadoras es que se organicen, se eduquen políticamente y luchen hasta que logren tomar el poder del Estado para ordenar la sociedad de otra manera, donde los frutos del trabajo no se concentren en unas cuantas manos, sino que se repartan de manera más equitativa.
El Movimiento Antorchista Nacional ha venido haciendo estos planteamientos desde hace más de cincuenta años y cada vez queda más claro que tenemos razón. Por eso, invitamos a todos los que aún no pertenecen a nuestro movimiento a que se acerquen, nos conozcan y se organicen con nosotros. Algunas muestras de lo que podemos hacer se encuentran en lo que hemos gestionado, la cultura y el deporte que hemos promovido y, sobre todo, la conciencia de clase que han adquirido miles de compañeros.
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