Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos, reza el viejo y conocido refrán. Ya prácticamente no hay año en que no tengamos que lamentar los desastres naturales en alguna parte de nuestro territorio, ocasionados en su mayoría por el desequilibrio y trastorno ecológico, pero no por la humanidad entera ni como costo del progreso, como muchas veces se nos quiere hacer creer, sino por la desmedida sed de ganancia a toda costa, del medio ambiente incluido, por parte de las grandes empresas y corporativos, de los cuales, por cierto, el número de sus dueños no rebasa ni siquiera el 0.001 % de la población, pero en riqueza concentran más de la mitad del total mundial, como lo sustentara el Premio Nobel de Economía 2011, Joseph Stiglitz, hablando de la concentración brutal en su propio país, Estados Unidos.
El pueblo necesita salir de su atraso y su miseria, de las malas condiciones en que vive, que son las que propician que sea el que siempre pague los platos rotos.
¿Y qué tiene que ver esto con las inundaciones y el sufrimiento de miles de familias de los estados como Veracruz, Hidalgo, Puebla, San Luis Potosí, etcétera, si lo que urge son ayudas concretas y urgentes? Mucho. Es que el pueblo necesita salir de su atraso y su miseria, de las malas condiciones en que vive, que son las que propician que sea el que siempre pague los platos rotos, y necesita además transformar, porque puede, esta sociedad que, como todo el mundo se da cuenta, funciona mal, muy mal.
Para lograrlo necesita no sólo ver el fenómeno en la superficie, por su forma, en su expresión fenoménica, sino que hace falta también conocer sus determinaciones, su esencia. Y aquí es donde encontramos la diferencia entre lo urgente de lo importante.
Por lo pronto, claro que es necesario el llamado, el grito a las autoridades para que presten el auxilio inmediato con el rescate de personas; la entrega de enseres, comida, ropa; la reparación y restitución inmediata de servicios elementales como la energía eléctrica, el agua potable, la salud, los caminos, puentes y toda la infraestructura de comunicación dañada; el apoyo para rescatar lo que quede de su pequeño patrimonio, etcétera, o la ayuda en especie y en metálico para resarcirse un poco de lo perdido y contar con un principal para poder comenzar de nuevo, porque es su derecho y lo necesitan.
Por eso, como sociedad debemos sumarnos a su exigencia. El gobierno debe apoyar y resolver las necesidades de las familias afectadas, y no para después, sino de manera inmediata, porque la justicia retardada es, como se sabe, justicia denegada.
Pero es claro que esto no basta. Llegarán nuevos desastres, y tendremos que empezar de nuevo repitiendo c por b, lo que se convierte en un cuento de nunca acabar. Es necesario también, además de urgente, que la situación en general de la población cambie, y que lo haga de manera radical incluso, o sea, de raíz.
Pero eso ya no está tan sencillo ni se resuelve tan en lo inmediato. Es más, esto no se hace ni se hará sin la participación consciente y decidida de las propias masas que, además de ser las que padecen actualmente, por su tamaño y número, son la inmensa fuerza del pueblo, capaz de hacer milagros sociales reales. Y esa es la cuestión, como dijo Shakespeare.
No hay duda, debemos sumarnos y nos sumamos sin reservas a la denuncia ciudadana por la falta de acciones efectivas y eficaces del gobierno, así como por el grave desacierto de haber desaparecido el Fonden por parte de la así autollamada 4T, que ahora no dispone de los recursos necesarios para enfrentar calamidades de tal magnitud como las vividas hoy o en el pasado reciente, padecidas por la población más desfavorecida.
También sumamos nuestra voz a la demanda de la ciudadanía de una pronta y efectiva respuesta concreta para garantizar la integridad física de las personas en las zonas siniestradas y de riesgo, así como de sus raquíticos bienes que constituyen su único patrimonio para poder sobrevivir en el corto y mediano plazo.
Pero también hacemos el llamado a la conciencia de las víctimas de siempre, que creemos oportuno dada la sensibilidad conmovida ante la desgracia viviente de nuestros hermanos de miseria y padecimientos, es decir, de clase social: mientras no exista en el país un gobierno auténticamente de los pobres, que se preocupe por la sociedad y no por la economía de unos cuantos; un gobierno que ponga en el centro de sus prioridades la satisfacción de las necesidades de la población y no el cuidado de las ganancias en proceso de acumulación por parte de una parte ínfima de la población pero con mucho poder, ni la reproducción permanente de las relaciones sociales de producción actuales basadas en la explotación del hombre por el hombre mediante la obtención de plusvalía arrancada al trabajador mediante el trabajo productivo realizado durante la jornada, pagándole un mísero salario, reflejo apenas del valor de su fuerza de trabajo y dejando casi intacto para el patrón como ganancia el inmenso valor del trabajo realizado por ésta; es decir, mientras la sociedad esté al servicio de la economía y no la economía al servicio de la sociedad en el país, las cosas no van a mejorar de fondo.
Desde mi punto de vista, para que no sigan ocurriendo estas cosas, es necesario que las masas empobrecidas se decidan a ser las protagonistas de su propio destino, que se dispongan a concientizarse, politizarse y a luchar por un futuro mejor para ellas y para sus hijos; que se organicen y emprendan el camino del cambio verdadero por una repartición más justa y equitativa de toda la riqueza social que las pertreche mejor contra las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad que se abalancen contra ellas, pero también, sin duda, en beneficio de toda la sociedad. Que luchen por un Estado que vele por los intereses de las grandes mayorías y proteja en realidad los derechos humanos, de los cuales es la vida el principal.
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