Diciembre llega y, con él, un despliegue de luces, villancicos y anuncios que prometen felicidad en cómodas mensualidades. Es un mes que, en teoría, debería tratarnos a todos por igual, un tiempo de celebración, de unión y de gratitud.
Son quienes sostienen la economía desde el anonimato: en la esquina vendiendo fruta, en la moto repartiendo comida, en talleres improvisados, en hogares donde se labora sin horario.
Sin embargo, basta con salir a la calle o, simplemente, mirar el recibo de nómina para recordar que en México la alegría decembrina también tiene dueño: la desigualdad social. Y mientras algunos celebran con mesas llenas y regalos bajo el árbol, otros hacen malabares para sobrevivir en un mes que, irónicamente, suele ser el más caro del año.
El corazón económico de diciembre late al ritmo del aguinaldo, una prestación que, en el papel, es un derecho básico: un pago anual que los empleadores deben realizar a más tardar el 20 de diciembre. Suena justo, ¿no? Sobre todo para quienes tienen ese ingreso contemplado para pagar deudas, enfrentar gastos extraordinarios o, simplemente, respirar tras un año de trabajo.
Pero la realidad, como casi siempre en México, es otra. Este 2025, mientras un decreto presidencial garantiza 40 días de aguinaldo para los empleados del sector público, los trabajadores del sector privado se mantienen en los quince días mínimos que marca la ley.
Una iniciativa presentada en 2024 para elevarlos a 30 días sigue empolvada en un Congreso que parece no tener prisa. Porque, claro, ¿cuándo ha tenido prisa el poder político por mejorar la vida de quienes sostienen el país con su trabajo?
Tomemos como referencia el salario mínimo general para 2025: 278.80 de pesos diarios; el aguinaldo mínimo para quien laboró el año completo será de 11 mil 152 de pesos. Una cifra que, frente a una inflación que nunca perdona, rentas impagables y una canasta básica que se encarece mes con mes, resulta risible.
¿De verdad podemos llamar a eso “justicia laboral”? La pregunta no es retórica, es un grito ahogado en la garganta de millones de mexicanos.

Pero la fractura es aún más profunda. Según datos del tercer trimestre de 2025, el 55.9 % de los trabajadores mexicanos se encuentra en la informalidad, más de la mitad del país. Personas que no verán un solo peso de aguinaldo porque, simplemente, no tienen acceso a esta prestación. Gente que tampoco cuenta con vacaciones, guarderías, seguridad social o una jubilación digna.
Son quienes sostienen la economía desde el anonimato: en la esquina vendiendo fruta, en la moto repartiendo comida, en talleres improvisados, en hogares donde se labora sin horario.
Para ellos, diciembre no es sinónimo de bonanza, sino de una presión económica agudizada por un sistema que normaliza su exclusión.
Entonces, ¿qué celebramos exactamente en diciembre? ¿El espíritu navideño o la enorme capacidad del sistema para enmascarar la desigualdad? Cada año se repite el mismo discurso edulcorado sobre la unión y el compartir, mientras la maquinaria del consumo se vuelve casi obligatoria, disfrazada de “tradición”.
Y ahí vamos, con la tarjeta de crédito en mano o el préstamo exprés, sabiendo que la deuda no terminará en enero. ¿Cómo podría terminar si no existen condiciones laborales dignas que permitan enfrentar los costos reales de vivir?
El sistema necesita que compremos, que gastemos, que nos endeudemos, y el trabajador, atrapado entre la precariedad y la presión social, termina financiando una festividad que, en esencia, le es ajena. Mientras genera riqueza para los dueños del capital, se endeuda para sobrevivir a unas fiestas que otros administran con absoluta comodidad.
Pero diciembre también nos ofrece, aunque pocos quieran verlo, un recordatorio crudo y necesario: nada va a cambiar si no lo cambiamos nosotros. Como clase trabajadora, no basta con sobrevivir a las fiestas; necesitamos organizarnos para no seguir llegando a ellas desde la carencia.

La lucha por la justicia laboral no es un tema abstracto; es la demanda concreta de que el gobierno aplique la ley, que se persiga a las empresas que evaden prestaciones, que se deje de premiar a quienes han hecho de la necesidad ajena su modelo de negocio.
La pregunta es simple, pero su respuesta requiere valor colectivo: ¿hasta cuándo vamos a permitir que casi el 60 % de los trabajadores viva sin derechos? ¿Hasta cuándo aceptaremos un aguinaldo que, aunque legal, es insuficiente para una vida digna? ¿Hasta cuándo dejaremos que el costo de diciembre lo paguen quienes menos tienen?
El verdadero espíritu decembrino no está en los regalos ni en las luces, sino en la conciencia. En saber que somos muchos los que sostenemos este país y los que tenemos la fuerza para transformarlo.
En recordar que la organización no es un lujo, sino una necesidad urgente. Porque mientras no haya justicia laboral, no habrá navidad que alcance para tapar la desigualdad que todos vemos, pero que algunos pretenden ignorar.
Las fiestas decembrinas inician. Que esta vez, además del árbol y las cenas, iniciemos también la lucha firme y organizada por un país donde trabajar no signifique sobrevivir, sino vivir con dignidad. Porque ese sí sería un verdadero motivo para celebrar. Y les deseo un buen inicio de año.
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