Odilio Vélez, campesino de Tecomatlán, suma más de ocho décadas entre maíz y frijol; tercera generación desde 1917, su historia une milpa, memoria y una comunidad levantada con organización
“Del trabajo nace la felicidad”, afirma Odilio Vélez Vélez, mientras se le dibuja una sonrisa que no puede contener y su rostro se ilumina al observar su tierra sembrada con maíz y frijol. Durante más de ocho décadas ha vivido en Isla La Paz, una de las comunidades de Tecomatlán, de las más cercanas a la cabecera municipal.
“Lo que tiene Tecomatlán es gracias a la organización; si nos sentimos tranquilos, es por la organización”.
Don Odilio vive de sus cosechas y de algunos animales que tiene, como vacas y chivos que va vendiendo conforme vaya necesitando dinero o se lo vaya pidiendo la gente que lo conoce y sabe que con él puede comprarlos, al igual que el maíz y frijol que siembra.
Todo alrededor en verde, la siembra, la maleza, los árboles, hasta los cerros son de un verde intenso que contrasta con el azul liviano del cielo y las nubes blancas que se mecen con el arrullo del viento.
Las lluvias frecuentes que han caído en las últimas semanas han disipado un poco el calor sofocante de la primavera, pero, más importante, han permitido “que la siembra se esté dando bonito”, lo que responde a la alegría de don Odilio, que, al igual que él, muchos de los vecinos de esta comunidad, y de otras como La Unión, Tempexquixtle y Tezoquipan, sobreviven de lo que siembran, a pesar de que el apoyo al campo en estos sexenios de Morena se ha reducido considerablemente.
Don Odilio sale de su casa. El cielo está nublado, la mañana es fresca para ser ya más de las siete de la mañana; aun así, se pone su sombrero, con sus huaraches y camisa desabotonada, y se encamina a sus tierras, aproximadamente una hectárea que se ubica detrás de la pequeña casa donde vive: dos cuartos pequeños, una cocina en el extenso patio donde corre y juega su gato y andan libres las gallinas con sus polluelos, una mesa debajo del amplio tejado donde se sienta a tomar café, o recibe a quienes lo visitan, o simplemente disfruta del silencio, la calma y la quietud del entorno que nunca se hallará en la ciudad.

El paisaje de la naturaleza, desde cualquier lugar, es maravilloso; grandes cerros llenos de vida que resguardan el camino para llegar al corazón de Isla La Paz; un vasto cielo azul, limpio en su mayoría, adornado con nubes blancas como algodón; un camino de terracería largo y serpenteado, pero de fácil tránsito por la tierra compactada por las máquinas que manda el ayuntamiento. Por las lluvias no hay polvaredas, pero tampoco hay lodo.
Mientras don Odilio revisa la milpa, la presume con orgullo, porque es el fruto de su trabajo, de lo que ha hecho con las manos; y, aunque por su edad ya no tiene tanta fuerza como cuando tenía veinte años, todavía se levanta en las madrugadas para preparar la tierra, limpiarla, sembrar y, ahora, todos los días salir a quitar el jehuite para que el maíz y el frijol, que en esta ocasión sembró, puedan crecer sin problemas “y bonito, así como se está dando”.
Odilio Vélez Vélez es la tercera generación de su familia que vive en Isla La Paz y se dedica totalmente al campo. Su abuelo compró la propiedad en 1917; tres años más tarde, se instaló en Isla La Paz: “Se vino a vivir aquí, pero, pues, no había nada. Entonces comenzó a sembrar, pero era puro temporal”, recuerda.
“Pero le voy a ser claro”, dice con añoranza. “Aquellos años eran más abundantes, porque siempre había cosecha de temporal. Siempre había frijolitos y la gente no dejaba de sembrar frijol, calabaza y maíz. Eso nunca han dejado de sembrar aquí en Tecomatlán. Y el frijol se aguarda, es lo que comía la gente: el frijolito y el maicito”.
Hurgando en sus memorias, halló algo más: “La sandía se sembraba, pero donde el río, donde llegaban las olas del agua, donde quedaba mojado”.
¿Cómo la sembraban? “Se hacía un hoyito, así con la pala. Se escarbaba y se volvía a rellenar. Estaba mojado y quedaba el volcancito. Hacían una cazuelita. Allí sembraban la semillita de la sandía y se le echaba agüita para nacer. Y eso era todo, porque la raíz iba para abajo, para abajo, para abajo, encontrando la humedad”.
En aquellos tiempos no había bombas para facilitar la siembra de riego; sin embargo, así trabajaban los campesinos. Explica que “la primera siembra de sandía era en ‘Todos Santos’, cada año. Lo que pudiera dar, pero así, sin regarla, porque, ¿con qué se regaba?, no había bombas de gasolina. Cuando era yo escolar, no había bombas de gasolina. Hasta después vinieron a dar. Ahorita, con la luz, ya va haciendo uno su bajadita, ya tenemos, yo tengo mis tomas de luz allá”, añade.

Vestigios de la Revolución mexicana
Aunque don Odilio no conoció a sus abuelos físicamente, sí lo hizo a través de las pláticas con sus papás, quienes le llegaron a contar algunas historias, de esas que se van perdiendo en el olvido porque nunca llegaron a cobrar corporeidad en la tinta y el papel; solo viven en la memoria de quienes las recuerdan, pero, al dejarse de contar, se van extinguiendo de a poco en poco.
Su abuelo paterno fue Tomás Vélez. Por parte de su mamá, sus abuelos fueron Jerónimo Vélez y María Aguilar. Ambos fallecieron a los 99 años. Su papá, Agustín Vélez, llegó a los 100 años de vida y su mamá, Albina Vélez, a los 90 años, “pero porque le pegó algo; un tumor en la cabeza”.
“Pero mi abuelito, por parte de mi mamá, fue (nació) de 1885. Cuando llegó a 1900, tenía quince años. Le tocó la Revolución. Ellos la vieron, ellos la vivieron. Por parte de mi papá, mi abuelo se llamó Benigno Vélez; ese participó en la Revolución. Fue coronel. Él vivió en Acatlán y allí quedaron los papeles de que fue coronel en ese tiempo. Pero, pues, de eso, nomás las pláticas van quedando. A Benigno Vélez le tocó el tiempo de la Revolución… de Zapata y Villa. ¿Verdad? Usted se la sabe mejor, de Zapata y Villa, la Revolución”, puntualiza. “Pero yo solo sé lo que dicen los libros de historia; esa que enseñan en la escuela y que refleja el enfoque de quienes nos gobiernan y la escriben a su conveniencia”.
“Aquí, en Tecomatlán, hubo un general que se llamó Gabino Lozano”, dice con orgullo. Continúa su explicación: “Fue de San Miguel, aquí adelantito, por eso le dicen San Miguel de Lozano, porque de ahí fue el general Gabino Lozano. Él fue zapatista y aquí quedaron las leyes de Zapata, y se repartieron las parcelitas. Antes puro hacendado; ahora todos tenemos tierras, todos ocupamos la tierra”.

Una vida de pobreza
“Para sembrar nunca nos han regalado dinero, y así se ha mantenido la gente, sembrando. Tenemos la tierra y hay que sembrarla. Hay que cosechar frijol, calabaza. Mis abuelitos, por parte de mi mamá, vivieron allá, más allá en lo alto. Ponían el picante de temporal, picante, en el cerro lo ponían y se daba ese picante. La gente también fue curiosa; fue más trabajadora la gente que pasó que la que está ahora, porque en aquellos años ordeñaban allá en el cerro y hacían queso, mantequilla. Sembraban su picante, su frijol, su cacahuate, su ajonjolí. La gente que trabajaba ya no está”.
¿Cómo era ese entorno en el que crecieron sus papás, cómo era Tecomatlán? “Mis abuelos y mis papás andaban con sus calzones de manta, no había pantalón. Mi papá, con sus calzones; mi abuelito, con sus calzones; mi tío, con sus calzones. Ya después, de los ochenta, la tela era más gruesa. No como ahora que andamos presumiendo que buenos pantalones, buenos zapatos, y la gente se los pone. Si vamos a una reunión a Tecomatlán, ve usted ‘puro con zapato’. Y en aquel día, ¿cuál zapato? No había. Así se crio la gente. De estos”, dice señalando sus huaraches, “tienen bastante correa. Antes nomás era un hilito, así”, y hace la mueca para que uno entienda cómo era.
“Incluso el municipio estaba más atrasado. No había esa presidencia que está ahora. Había una chiquita como esa cocinita; era de adobe y eso era todo. Ahora ya está la gente más preparada”.
Don Odilio recuerda el viejo Tecomatlán, donde la pobreza imperaba y las condiciones materiales de la gente estaban limitadas por quienes gobernaban para enriquecerse a costa del trabajo de los campesinos, y contrasta el recuerdo de aquellos años con el Tecomatlán actual, donde la gente vive en mejores condiciones.
Él solo estudió hasta cuarto año de primaria; viajaba caminando todos los días hasta la comunidad de Tempexquixtle. “Yo vi, me tocó”, afirma, “unos maestros que les pagaba la comunidad, el pueblo, pero hasta el 10 de mayo, porque entonces se cerraba la escuelita para que salieran los niños a sembrar con el papá y el día 1° de agosto se abría de nuevo la escuela, cuando los niños ya sembraron. Así fue la vida de nosotros”.
“En tiempo de nuestros abuelitos no hacían más que una casa buena de adobe, de tierra. Hasta ahí. ¿Cuál mosaico? ¿Cuál ladrillo? No, su casita con madera arriba y la teja. Y ahora ‘coladitos’, si haces una casa de cinco metros, pero con su ‘coladito’, bien hechecita, y en tiempos de nuestros abuelitos no se pudo”, cuenta.
“Yo conocí mucha gente con sus horcones de madera, con madera tierna, y se le repellaba con lodito. Lo que sí: bien hechecita para que no te mojes y tejita arriba. Hasta ahí. En tiempos de nuestros abuelitos no hubo de qué vivir y ahorita sí hay”.
Agregó que los beneficios de los programas sociales que impulsan los gobiernos a nivel federal han ido impactando en la vida de los campesinos, pues, si bien es cierto que no atienden como debieran, “por lo menos antes, en comparación de ahora, ayudaban, aunque sea un poco”, apoyo que se ha venido a menos, dejando al campesinado abandonado a su suerte. “Así como campesino, nos dio una yunta de trabajo el ejido de Tecomatlán; el Banco de Matamoros nos daba abono; saqué alambre a mi nombre”.
¿Consideró dejar el campo para irse a la ciudad o a Estados Unidos como muchos otros lo han hecho? “Tengo miedo de andar sufriendo en otro lado. Si te dan posada, tienes que dormir afuera, en el patio. Los dueños, esos duermen adentro y usted va a dormir aquí. Si quieres, y si no, vete a la calle”.
Aunque no conoce a Carlos Marx y nunca ha escuchado hablar de El capital, sabe que vender su fuerza de trabajo para sobrevivir es una vida cruel de explotación que lo deja en total desamparo porque “la ley, en una ciudad, es el reloj quien te manda. Allá, en Nueva York, los que van a trabajar, el reloj, es él quien los manda. No es si quieres; si estás enfermo y no puedes trabajar, te dicen ‘vete para tu casa, que pase otro’; la ley es más estricta”. La ley del capitalismo.

Antorcha transformó Tecomatlán
“Le tocó ver nacer a Antorcha, lo que ha hecho en Tecomatlán”. “Yo le quiero decir esto: Antorcha hizo mucho en Tecomatlán. Así usted lo ve ahorita, con sus buenos parques, su buen auditorio, su buena presidencia, su mamposteo a los lados, pero si la organización no hubiera nacido, estuviéramos como antes, o peor, pero con Antorcha avanzó”.
“Allá, el corral de toros”, dice refiriéndose a la Monumental Plaza de Toros “La Antorcha”, sede de la feria anual de Tecomatlán, donde se presentan eventos culturales y artísticos, a los que asisten alrededor de 20 mil personas, “¿qué pueblo de por aquí tiene un corral de toros como lo tiene Tecomatlán? Yo he ido por esos pueblos; no lo tienen, aunque quieran, porque no es fácil, no les alcanza ni para hacer una buena presidencia como la que tiene Tecomatlán, un buen auditorio”.
“En Tecomatlán vale catorce pesos el kilo de tortilla. ¿Sabe a cómo lo compro aquí, que me lo vienen a dejar de otro lado? A dieciocho pesos. ¿Y sabe a cuánto oigo que cuesta cuando voy a Tulcingo y vengo en la combi? A veinte pesos. Y hay lugares que pasan de veinte pesos el kilo de tortilla”.
“Yo le digo que en Tecomatlán tenemos gasolinera, tenemos tortillería, tenemos gas. Ahí en la Cooperativa… hay mucha gente que se para con su carro, que no son de aquí. ¿Qué pasa? Se paran y se meten a comprar lo que necesitan en la Cooperativa porque hay de todo”, cuenta en la entrevista.
“Pero el desarrollo no vino solo. La Cooperativa no amaneció y ya estaba hecha; se hizo, se trabajó, trabajó la gente para hacer esa cooperativa, el corral de toros. Bueno, a mí me dan ganas de ir a estar sentado en esos parques muy bonitos.
Los demás pueblos están atrasados. Falta el dinero; no es tan fácil hacer una obra: si nomás esta enrejada —refiriéndose a la obra que hizo el gobierno municipal en la cancha techada de la comunidad—, son alrededor de 400 mil pesos, ¿de dónde va a agarrar uno 400 mil para hacer una obra? ¿Sería tan fácil sembrando cacahuate, de las cosechas con las que apenas vamos comiendo? Lo que sacas, lo que tienes, no es para que hagas una obra.
Ahora pasa la gente por Tecomatlán y dice: Tecomatlán está bonito. Pero ¿si la organización no hubiera nacido? Antes, en Tecomatlán andaban los burros en la calle, andaban los marranos en la calle, había corralitos de rastra. Y ahora están esos trabajos hechos, ¿amanecieron hechos o se trabajó?”.
“Dígame usted”, me pregunta don Odilio una vez más, “¿quién quiere dejar su casa e irse a trabajar para el pueblo? No hay, pero aquí sí; así se ha transformado Tecomatlán, con el trabajo de todo el pueblo que se ha organizado con Antorcha.
¿Quién es el que deja su propio trabajo por beneficios de la comunidad? Difícil; no todos, no es tan fácil, pero aquí sí lo hicieron, aquí sí hubo gente así.
Yo he hablado al público y he dicho que en la mesa directiva (en las administraciones municipales) ha pasado pura gente trabajadora, porque se van haciendo las obras cada año. Apenas se inauguró la barda del panteón; el panteón es de la comunidad, donde están nuestros finados, nuestros papás. Ya se le puso barda. Aquí ha ayudado la organización; puso las lámparas, el agua potable. La organización tampoco apareció de la noche a la mañana. No. El maestro Aquiles (Córdova Morán, líder nacional de Antorcha), cuando se iniciaron los primeros colegios en Tecomatlán, él fue quien comenzó a gestionar. Otro municipio no tiene esos colegios; quisieran tener esos colegios. El maestro supo aprovechar su colegio, su letra. Y lo que tiene Tecomatlán es gracias a la organización; si nos sentimos tranquilos, es por la organización”.

Una vida, dos realidades
Haciendo una retrospectiva de Isla La Paz, sentado en el patio, después de haber tomado una taza de café, don Odilio contrasta la realidad que le tocó vivir de niño en un entorno marcado por la pobreza y la marginación con la actual, donde su comunidad y su municipio se han transformado de tal manera que la calidad de la vida de la población se ha elevado al tener, por ejemplo, acceso a servicios elementales de salud o caminos que facilitan el traslado de una comunidad a otra.
Explica: “Considero que tenemos tres beneficios muy importantes: el puente del Acateco, el puente colgante y la barda del camposanto. Tenemos tres cosas en nuestras manos que antes no las teníamos”. Rememora que, cuando niño, a las mujeres les “volaban los pies” cuando estaba alto el río; si podías pasar, pasabas; si no, aguántate. Era muy peligroso pasar el río.
“Ahorita pasa la gente allá en el (puente) colgante; ahí se va a La Unión, se va a Tulcingo. Allá se pasa uno caminando y ahí va, ahí va. ¿Cómo se curaba antes la gente si se enfermaba? Buscaba uno al curandero más cercano porque no había clínica, no había hospital. Mi mamá y mi papá, ¿sabe hasta dónde se iban a curar? A Matamoros, atravesando cerros, por veredas. De aquí se iban hasta Matamoros.
En La Unión hubo una señora que se llamó Juana Rincón; ella era partera de las mujeres. Cuando se necesitaba, si estaba hondo el río Mixteco, le amarraban un bule aquí en la cintura a la mujer, le daban otro bule y se iba agarrando mientras la jalaban para poder cruzar el río. Así nos criamos. No había nada. Ahora, si quieres ir al médico, agarras un taxi y te vas a Tecomatlán, a Acatlán, a Matamoros. En ese tiempo no se podía, y ahora hay carreteras, caminos, transporte; ahí está la clínica, ahí está el hospital y, si es necesario, ellos mismos te llevan en la ambulancia a Acatlán o Matamoros. Ese hospital ha ayudado mucho.
Yo creo que esa es la virtud de la gente que está en Antorcha: la gente sí es muy desprendida, muy solidaria, le entra al trabajo colectivo. Ha ayudado mucho la organización. Y Tecomatlán es ejemplo, pero por la organización. Yo nomás eso le sé decir”.
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