En México se repite con frecuencia una idea tan cómoda como falsa: “tenemos suficientes problemas aquí como para preocuparnos por los de otros países”. Es una frase que parece sensata, casi patriótica, pero en el fondo es una excusa para no mirar más allá de nuestra propia comodidad. Una manera elegante de justificar la indiferencia. Se dice para no actuar, para no sentir, para no comprometerse. Sin embargo, lo que ocurre en Palestina no es un problema ajeno, es un espejo que refleja las raíces de nuestras propias desgracias.
Luchar por Palestina no es una moda ni un acto simbólico de buena voluntad internacionalista. Es, antes que nada, un acto profundamente humano. Es reconocer que el dolor del otro nos concierne porque el sufrimiento humano no tiene fronteras. No se trata sólo de banderas ni de religión, sino de la defensa de la vida frente a un sistema que la desprecia. El pueblo palestino está siendo sometido por un aparato militar y económico que se ampara en la mentira de la “seguridad nacional” y el “derecho a defenderse”, pero que en realidad no busca defender, sino expandir, ocupar y borrar la existencia de todo un pueblo. Cuando se alza la voz por Palestina, se alza la voz contra ese mismo sistema que, con otros nombres y estrategias, también oprime en México. Porque aunque nos separen miles de kilómetros, nos une la raíz del problema, el capitalismo salvaje y su afán por controlar territorios, recursos y cuerpos. Nos han enseñado a pensar que la guerra en Medio Oriente es un conflicto lejano, ajeno a nuestras preocupaciones cotidianas. Pero lo que allá se libra con bombas y ocupación militar, aquí se libra con despojo, miseria y violencia. Es el mismo enemigo, con distinto uniforme.
La presidenta dijo hace un tiempo que México debía “ceñirse a la política exterior”. Una frase diplomática, medida, políticamente correcta. Pero ¿qué significa “ceñirse” cuando lo que está en juego es la dignidad humana? ¿Puede una nación que se dice libre y soberana guardar silencio ante el exterminio de un pueblo entero? La neutralidad frente a la injusticia no es prudencia; es complicidad. México, país con una historia marcada por la colonización y la resistencia no puede darse el lujo de callar. Callar frente al genocidio palestino es traicionar nuestra propia memoria, la de los pueblos originarios que también fueron despojados, humillados y silenciados.
Decir que México tiene sus propios problemas es una verdad a medias. Claro que los tiene: pobreza, violencia, desigualdad, corrupción y más. Pero esos males no nacen de la nada. Tienen un origen común con lo que hoy ocurre en Palestina, un sistema económico global que convierte la vida en mercancía y la tierra en botín. Ese mismo sistema que patrocina guerras allá, promueve el hambre y la dependencia aquí. No hay fronteras para la ambición del capital, donde haya agua, petróleo, minerales o mano de obra barata, habrá interés, invasión y sometimiento. Hoy la guerra es en Gaza; mañana, si conviene al mercado, podría ser en Nuevo León, en Veracruz o en cualquier rincón del país.
Por eso, luchar por Palestina también es luchar por México. No por solidaridad romántica, sino por conciencia de clase. Porque si permitimos que un pueblo sea exterminado impunemente, estamos aceptando que la vida humana vale sólo lo que el sistema dicta. Y cuando el sistema deja de distinguir entre razas, religiones o geografías, nadie está a salvo.
Tecomatlán lo entendió hace mucho. En un país donde reina la apatía y donde los poderosos promueven la división, ese pueblo decidió organizarse, educarse y resistir. Por eso, cuando colocó la bandera palestina en su entrada, no fue un gesto simbólico ni una provocación política, fue una declaración de principios. Fue decirle al mundo que la solidaridad no se decreta, se construye. Que la unidad política y de acción no surge de la nada, sino del trabajo colectivo, de la conciencia y de la lucha que se ha sostenido por más de cincuenta años. La bandera palestina en Tecomatlán representa más que apoyo internacional, representa coherencia ideológica. Representa la convicción de que todos los pueblos tienen derecho a vivir en paz, con dignidad, con soberanía. Y que ese derecho sólo puede garantizarse con la organización y la unidad de los oprimidos.
El sistema capitalista nos quiere fragmentados, desconfiados unos de otros, convencidos de que no hay alternativa. Nos repite que la política no sirve, que la lucha colectiva está pasada de moda, que cada quien debe salvarse como pueda. Y mientras tanto, acumula riquezas sobre cadáveres. Frente a eso, la solidaridad internacional se vuelve un acto revolucionario. Alzar la voz por Palestina es negarse a ser cómplice de un mundo que normaliza la barbarie.
Decir “Palestina libre” no es un eslogan vacío, es un grito que nos recuerda que la libertad de un pueblo está ligada a la libertad de todos. Que si un pueblo resiste, todos los pueblos se fortalecen. Que la dignidad no se negocia ni se somete. México no puede ser un espectador silencioso ante la injusticia, porque su propio pueblo ha sido víctima de las mismas manos que hoy bombardean Gaza, las manos del capital, del imperialismo, del desprecio a los pobres. Y si queremos un país distinto, debemos empezar por mirar más allá de nuestras fronteras, entendiendo que la lucha es una sola, aunque se exprese en distintos idiomas.
Luchar por Palestina es luchar por México. Porque cuando un pueblo despierta, todos los pueblos avanzan. Porque su resistencia nos enseña que la dignidad humana no tiene fronteras, y que mientras exista un solo ser humano capaz de decir “no” ante la opresión, todavía habrá esperanza para todos.
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