MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La pobreza que no se ve y la falsa estadística

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En un México de contrastes brutales, donde la opulencia de unos pocos convive con la precariedad de millones, el discurso oficial insiste en vendernos un espejismo: que la pobreza retrocede, que el bienestar avanza. Las cifras del Inegi, amplificadas por la propaganda gubernamental, hablan de 13.4 millones de personas salvadas de la miseria en el sexenio. Casi un milagro.

Pero la realidad, tozuda y cruda, se empeña en desmentir el relato triunfalista. Y en estados como Durango, la brecha entre el dato amañado y la vida cotidiana es un abismo.

La pobreza es multidimensional: es falta de acceso a salud digna, a educación de calidad, a vivienda segura, a alimentación nutritiva y a un empleo formal bien remunerado.

La estrategia es conocida y vieja: confundir la caridad con la justicia. Los programas de transferencias monetarias directas proveen un alivio inmediato, un respiro fugaz en medio de la asfixia económica. Pero un respiro no es lo mismo que salir a flote.

Reducir la medición de la pobreza casi exclusivamente al ingreso momentáneo es un fraude estadístico. Es bajar la varilla para fingir que se salta más alto.

La pobreza es multidimensional: es falta de acceso a salud digna, a educación de calidad, a vivienda segura, a alimentación nutritiva y a un empleo formal bien remunerado. Aspectos que los números oficiales convenientemente omiten.

Durango, un estado con un enorme potencial agropecuario, minero y turístico, es un fiel reflejo de esta contradicción. Según datos del Coneval (cuando aún era un organismo autónomo), en 2020 el 40.6 % de la población duranguense vivía en situación de pobreza, y el 6.7 % en pobreza extrema.

Lejos de disminuir, indicadores como el acceso a la seguridad social y a la alimentación se han estancado o empeorado. La lógica del asistencialismo ha calado hondo: dar el pescado, nunca enseñar a pescar. Y mientras, las causas estructurales de la desigualdad permanecen intactas.

El caso de la inversión pública es paradigmático en la entidad: se anuncian con bombo y platillo obras de infraestructura urbana en la capital, mientras cientos de comunidades rurales en municipios como Mezquital, Pueblo Nuevo o Tamazula, con altísimos índices de marginación y población indígena, siguen esperando la llegada del agua potable, de caminos pavimentados y de centros de salud con medicamentos.

Es la misma lógica: se invierten millones en proyectos que benefician a los ya privilegiados (hoteleros, grandes empresarios), mientras a las comunidades históricamente olvidadas se les asignan migajas, insuficientes para cambiar su realidad de fondo.

El panorama laboral en Durango desnuda aún más la ficción oficial. El sector formal es incapaz de absorber la fuerza laboral. La informalidad ronda el 60 %, lo que significa que la mayoría de los duranguenses trabajan sin seguridad social, sin contrato estable y con salarios de supervivencia.

La prometedora industria aeronáutica y la minería generan empleos, pero son insuficientes y, en muchos casos, temporales. La precarización laboral, esa que convierte al trabajador en un instrumento desechable, es la norma. Jornadas extenuantes, salarios que no alcanzan y cero derechos: la receta perfecta para la perpetuación de la pobreza.

El gobierno federal presume una tasa de desempleo ridículamente baja. Lo que no dice es que esta cifra ignora a millones que, cansados de buscar sin encontrar, simplemente se han rendido. Ignora a las mujeres, casi 20 millones a nivel nacional, que deben abandonar cualquier aspiración laboral para dedicarse a trabajos de cuidado no remunerados. En Durango, esta realidad silenciosa es particularmente aguda en el sector rural.

Ante este panorama, queda claro que el asistencialismo no es una solución; es un mecanismo de control. Crea dependencia, no autonomía. Convierte derechos en favores y ciudadanos en clientelas electorales.

El dinero que debería destinarse a impulsar la economía local, a crear infraestructura productiva, a mejorar escuelas y hospitales, se diluye en subsidios que, si bien necesarios en el corto plazo, son inservibles para construir un futuro distinto.

La verdadera transformación, la que no predican los discursos desde la tribuna, requiere de valor para enfrentar los problemas de raíz. Requiere de una audacia política que este gobierno ha demostrado no tener. Se necesita invertir en industrialización, en educación técnica y tecnológica, en el campo y en los sectores estratégicos de cada estado.

En Durango, eso significaría apostar de verdad por sus productores agropecuarios, por sus pequeñas y medianas empresas, por el turismo comunitario y por una minería que beneficie primero a los duranguenses.

La pobreza no se combate con paliativos ni con cifras maquilladas. Se combate con empleo digno, con justicia y con una distribución real de la riqueza. Mientras el gobierno siga confundiendo la estadística con la realidad, el gigante dormido seguirá despertando cada día a la misma pesadilla.

La pregunta incómoda sigue en el aire: ¿Usted, querido lector, ya salió de la pobreza? La respuesta, sabemos, duele más que cualquier número.

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