En su discurso oficial, la presidenta Claudia se precia de una preocupación genuina por la juventud y su educación. Apenas hace unos meses se modificó la ley para regular la venta de alimentos en las escuelas con el argumento de formar generaciones más saludables. En paralelo, la mandataria no pierde oportunidad de reprochar la música que, según su visión, “pervierte” a la juventud, señalando directamente a los corridos tumbados.
La juventud no necesita sermones ni decretos; necesita políticas reales que partan de su experiencia cotidiana.
Y como si la fórmula fuera suficiente, se reparten becas del Bienestar a estudiantes de preparatoria, con la idea de que ese apoyo económico los mantendrá en las aulas y, por tanto, en la senda del progreso.
Hasta ahí, pareciera que se trata de un gobierno preocupado por “crear una juventud mejor”. Una juventud sana, crítica, orientada hacia un futuro distinto.
Pero cuando contrastamos este discurso con los hechos, aparece la incongruencia: al mismo tiempo que se legisla sobre lo que comen los estudiantes y se predica sobre la moralidad de la música, cuando los jóvenes organizados luchan por mejorar sus condiciones de estudio y vida, son ignorados, estigmatizados e incluso agredidos.
El 23 de septiembre lo vimos con claridad: jóvenes de la Federación Nacional de Estudiantes Revolucionarios “Rafael Ramírez” (FNERRR) fueron violentamente reprimidos por un grupo de granaderos. Y sí, esos mismos granaderos que supuestamente habían desaparecido gracias a las reformas de esta misma administración.
La escena no es un accidente aislado ni un malentendido burocrático; es el reflejo de un Estado con doble cara, que en público se presenta como promotor del bienestar juvenil, pero en privado mantiene intacto el viejo reflejo de reprimir cualquier voz que incomode.
¿Se puede hablar de apoyo a la juventud mientras se ignora su voz? ¿De qué sirve hablar de salud y de becas, si cuando los jóvenes se organizan para exigir condiciones dignas de estudio, se les responde con golpes y amenazas?
No es la primera vez ni será la última que los estudiantes en México se topan con un muro de indiferencia y violencia. Basta recordar que estos mismos estudiantes de Oaxaca, en repetidas ocasiones, han solicitado ayuda a las instancias gubernamentales para poder continuar sus estudios.
Sus peticiones no son un capricho: piden dormitorios, materiales, transporte, condiciones básicas que les permitan seguir en la escuela. Y, sin embargo, su voz es soberanamente ignorada.
Lo mismo ha sucedido en distintos momentos de nuestra historia. Las luchas estudiantiles siempre han sido vistas como un riesgo para el poder establecido. El Estado vuelve a mostrarnos que la educación es una trinchera, sí, pero también un campo de batalla donde los jóvenes que se atreven a levantar la voz terminan siendo criminalizados. La contradicción es evidente.
Por un lado, el gobierno se coloca como protector de la juventud: reparte becas, dicta normas alimenticias, promueve campañas de cultura y salud. Pero por el otro, cuando los jóvenes organizados exigen un transporte digno, una preparatoria funcional o una universidad accesible, de inmediato se les señala de revoltosos. Se olvida que lo que piden no son lujos, sino condiciones mínimas para poder seguir estudiando.
El doble discurso es tan claro que resulta ofensivo. La presidenta puede hablar de moral juvenil desde un escritorio en Palacio Nacional, puede dictar qué deben comer o qué música deben escuchar los estudiantes, pero ¿de qué sirve todo eso si al mismo tiempo se les niega el derecho básico a ser escuchados? La juventud no necesita sermones ni decretos; necesita políticas reales que partan de su experiencia cotidiana.
Lo que incomoda al poder no es la juventud en sí, sino la juventud organizada. Los becados, los que reciben la dádiva y la agradecen en silencio, esos sí son aceptados. Los que aplauden las medidas desde la pasividad, también. Pero los que se agrupan, los que marchan, los que colocan en la agenda pública sus carencias y exigen solución, a esos se les reprime.
Los jóvenes de la FNERRR no son delincuentes ni agitadores profesionales, como el discurso oficial intenta hacer creer. Son muchachos humildes, de familias trabajadoras, que entienden que la única forma de garantizar su futuro es organizándose. Y lo hacen no sólo por ellos, sino también por sus comunidades y por las generaciones que vendrán detrás.
La educación, lo sabemos, nunca ha sido neutral. Es un espacio de disputa donde se define el tipo de sociedad que queremos construir. Por eso incomoda tanto que los jóvenes se organicen en torno a ella, porque ponen en evidencia que las políticas gubernamentales son insuficientes. Porque muestran que detrás de las becas hay un intento de control político más que un verdadero compromiso con el derecho a estudiar.
A lo largo de la historia de México, las luchas estudiantiles han dejado en claro que la juventud no se conforma con discursos. Y el presente no es la excepción. La educación debe ser reconocida como lo que es: una herramienta de progreso colectivo, una condición para transformar la vida de millones de familias trabajadoras.
Por eso resulta urgente que el gobierno federal en turno entienda algo elemental: no se puede gobernar a la juventud desde el escritorio, mucho menos desde la represión. Se necesita escucharla, participar con ella y respetar sus decisiones.
Una política educativa que no parte de la voz de los jóvenes está destinada al fracaso, porque será percibida como imposición y control, no como apoyo real.
La incongruencia del gobierno morenista es clara: en el discurso, un compromiso con la juventud; en la práctica, indiferencia y violencia. Mientras esto no cambie, las becas, las regulaciones alimentarias y las campañas morales serán apenas un barniz que no logra ocultar la realidad.
No se trata de quien lleva el bastón de mando y se hace lo que yo digo cuando yo lo diga… si lo digo. En una muestra de verdadera sensibilidad humana, se tendría que resolver en favor de los estudiantes, al fin y al cabo, lo que piden los estudiantes no es imposible ni exagerado.
No exigen lujos, sino condiciones dignas que les permitan seguir estudiando. No buscan confrontar por capricho, sino garantizar un futuro mejor para ellos y para sus familias y comunidades. Y si el gobierno realmente quiere una juventud sana, crítica y transformadora, el primer paso no es prohibir canciones ni golpear manifestantes; el primer paso es educarlos y escuchar las voces disidentes nacidas de la injusticia.
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