En pleno siglo XXI, cuando la narrativa del desarrollo promete oportunidades para todos, la realidad que enfrentan miles de jóvenes en Querétaro y en todo México es la de tener que integrarse tempranamente al mercado laboral para sostener a sus familias.
El sistema celebra la productividad, pero no cuestiona por qué cada vez más hogares necesitan del ingreso de los hijos adolescentes para poder comer.
No por elección, no por vocación, sino por necesidad. El avance del capitalismo neoliberal ha transformado el trabajo en un mandato social desde edades cada vez más tempranas, y lo que debería ser una etapa dedicada al estudio, al descubrimiento de uno mismo, al juego o al arte, se convierte en una carrera contra el hambre y la deuda.
Querétaro, uno de los estados que más presume crecimiento económico, con una tasa anual del 5.3 % en 2023 según datos del Inegi, se ha posicionado como un polo de atracción para la inversión extranjera, especialmente en sectores como la industria automotriz, aeroespacial y de tecnologías de la información.
Sin embargo, este crecimiento no se refleja de manera equitativa en la calidad de vida de todos sus habitantes. Detrás de las cifras alegres se esconde una precarización sistemática del empleo juvenil.
De acuerdo con el Observatorio de Salarios y Condiciones Laborales de la Universidad Iberoamericana, más del 50 % de los jóvenes trabajadores en México perciben ingresos por debajo de la línea de pobreza. En Querétaro, según datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) del primer trimestre de 2024, alrededor del 31 % de las personas de entre 15 y 24 años están insertas en el mercado laboral, y de ellos, más del 60 % no cuentan con prestaciones de ley.
La mayoría se emplea en sectores informales, en condiciones de explotación velada: jornadas extendidas, sueldos insuficientes, sin seguridad social, sin posibilidad de crecimiento.
Lo más alarmante es que esta situación se ha normalizado. En lugar de denunciar la explotación temprana, el discurso dominante premia al joven que ya trabaja, lo convierte en ejemplo de responsabilidad, en modelo a seguir.
El problema no es que los jóvenes quieran trabajar, al contrario: el deseo de independencia y de apoyo a la familia es legítimo y valioso, sino que se vean forzados a hacerlo, dejando a un lado su formación académica, su salud mental, sus sueños.
El sistema celebra la productividad, pero no cuestiona por qué cada vez más hogares necesitan del ingreso de los hijos adolescentes para poder comer.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) reportó que en 2022 el 33.3 % de la población de Querétaro vivía en situación de pobreza, y que el 21.7 % no podía cubrir la canasta básica alimentaria con su ingreso laboral.
Esto se traduce en una presión directa sobre los jóvenes para integrarse al trabajo como una estrategia de supervivencia. La pobreza no es producto de la flojera ni de la falta de esfuerzo, sino de un modelo económico que concentra la riqueza en unos cuantos y empobrece a la mayoría.
Mientras las élites económicas promueven reformas laborales que flexibilizan el empleo (léase: lo precarizan), en las colonias populares de Corregidora, El Marqués o San Juan del Río, miles de adolescentes abandonan la escuela para limpiar mesas, ensamblar piezas o vender por catálogo. Muchos lo hacen sin contrato, sin seguridad, sin perspectivas. Y, lo más cruel, sin que nadie parezca escandalizarse.
La clase política de Querétaro presume logros macroeconómicos, pero es omisa frente al drama cotidiano de una juventud empujada a madurar a golpes. ¿Dónde están las políticas públicas que garanticen becas suficientes, acceso real a universidades, empleos dignos para los padres de familia, seguridad alimentaria para los niños? ¿Hasta cuándo permitiremos que se naturalice esta carga desmedida sobre los hombros de nuestros jóvenes?
La pregunta que debemos hacernos como sociedad no es si los jóvenes trabajan o no, sino por qué tienen que hacerlo desde tan temprano y en qué condiciones.
El capitalismo que avanza sin freno está robando a la juventud sus años más vitales y lo está haciendo con nuestro silencio cómplice. No es progreso si nuestros hijos tienen que dejar de ser niños para que la economía siga creciendo.
Es hora de mirar de frente esta realidad y alzar la voz. Porque ningún índice de crecimiento vale más que la dignidad de una generación entera.
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