En el debate público contemporáneo, la educación suele presentarse como el gran motor de la movilidad social, la herramienta que abre puertas y permite soñar con un futuro distinto.
Es urgente recuperar una concepción de la educación entendida como bien común y no como mercancía; que garantice calidad para todos, forme pensamiento crítico, conciencia histórica y capacidad de acción colectiva.
El capitalismo necesita mano de obra, no necesariamente ciudadanos críticos. En las sociedades capitalistas modernas, la acumulación de capital exige trabajadores con ciertas cualificaciones, pero no siempre con autonomía real para transformar el sistema. La expansión de la educación no siempre reduce las desigualdades de ingresos; en ocasiones, las incrementa, porque favorece la demanda de mano de obra más calificada y amplía la brecha entre quienes tienen acceso a esa formación y quienes no.
Estudios como Higher Education and Democratic Capitalism señalan que el sistema educativo está estratificado por raza y clase, creando una jerarquía de inclusión educativa que confiere poder público y privado a unos sobre otros.
Así, la educación prepara no tanto ciudadanos plenos como trabajadores útiles dentro del sistema: quienes dominan los códigos y expectativas del mercado pueden ascender; los demás quedan en la base de la pirámide.
El discurso educativo dominante insiste en que quien se esfuerza “meritocráticamente” tendrá éxito. Sin embargo, los datos muestran que el origen social sigue determinando los resultados educativos.

En el Reino Unido, más del 70 % de los jóvenes que ganan más de 50 mil euros al año tienen título universitario, mientras casi la mitad de quienes ganan menos de 20 mil euros presentan niveles educativos bajos.
Además, el 70 % de los niños del decil más rico logran altas calificaciones a los 16 años, frente a menos del 30 % de los niños del decil más pobre. La educación, así, refuerza el mito de que el éxito depende del esfuerzo individual, legitimando un sistema que en realidad perpetúa privilegios estructurales.
El financiamiento educativo revela también la desigualdad. Un estudio en 22 democracias muestra que un alto gasto público en educación reduce la desigualdad salarial, mientras que un alto gasto privado la incrementa.
Cuando la educación se mercantiliza, se convierte en un bien de lujo: los que pueden pagar entran en la escalera del ascenso, los que no, quedan fuera o atrapados en la base. La educación deja entonces de ser motor de equidad y se convierte en un mecanismo de selección social.

Desde el punto de vista marxista, la escuela participa directamente en la reproducción de las relaciones de producción: enseña obediencia, fomenta la competencia individual e interioriza la lógica del éxito personal, desplazando el pensamiento crítico.
Bajo el lema “educar para el trabajo”, el sistema educativo prioriza la capacitación laboral sobre la formación política o social. Como señalan diversos estudios, el capitalismo produce y depende de la pobreza; la educación formal favorece la estructura de clases al legitimar la división entre “aptos” y “no aptos”.
En México, este fenómeno se manifiesta en una dualidad persistente: una educación para las élites y otra para los sectores populares. Las escuelas con menos recursos enfrentan deficiencias en infraestructura, materiales y condiciones laborales, lo que limita la movilidad real.
Así, la educación no basta para romper con la desigualdad si no se transforman las estructuras económicas y sociales que la sostienen.

Es urgente recuperar una concepción de la educación que supere su rol funcional al capitalismo: una educación entendida como bien común y no como mercancía; que garantice calidad para todos, forme pensamiento crítico, conciencia histórica y capacidad de acción colectiva. Transformar la educación implica también cuestionar el sistema económico que la moldea.
Si la educación se reduce a preparar individuos para el mercado laboral sin cuestionar el mercado mismo, estamos reforzando la explotación: trabajadores formados para producir valor, pero sin cambiar quién lo captura.
La escuela, entonces, se convierte en uno de los dispositivos más eficientes del capitalismo para producir sujetos dóciles, competitivos e individualistas.
Por eso, más que repetir el discurso de la “superación personal”, debemos replantear la finalidad de educar. Sólo una educación crítica, consciente y emancipadora podrá romper el ciclo de la desigualdad y abrir paso a una sociedad donde aprender no sea sinónimo de someterse, sino de liberarse.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario