En las montañas de Oaxaca, donde la bruma se aferra a los cerros al amanecer, hay casas donde las madres preparan el café de olla antes de que cante el gallo. En esas mismas cocinas de humo y tierra apisonada, se repite una escena que duele: jóvenes que empacan lo poco que tienen para emprender un viaje incierto. No migran al norte, sino a las ciudades, persiguiendo un título universitario que les prometió un gobierno que ahora les da la espalda.
La educación debería ser ese faro de esperanza que ilumine el camino de quienes más lo necesitan. Sin embargo, para miles de estudiantes oaxaqueños, ese camino está siendo bloqueado no sólo por la indiferencia, sino por la violencia institucional.
La reciente protesta de más de 2 mil estudiantes en el Zócalo de la Ciudad de México, recibidos no con diálogo, sino con granaderos, empujones y golpes es el capítulo más reciente de una historia de despojo y resistencia.
La reciente protesta de más de 2 mil estudiantes en el Zócalo de la Ciudad de México, recibidos no con diálogo, sino con granaderos, empujones y golpes, no es sólo una nota en el periódico; es el capítulo más reciente de una historia de despojo y resistencia.
Los estudiantes llegaron desde Oaxaca con una demanda simple y profundamente humana: la devolución de dos albergues estudiantiles que les han sido arrebatados, que no son simples edificios: son el lugar donde jóvenes de escasos recursos encuentran un plato de comida caliente después de clases, una cama que no tienen en sus pueblos, un espacio donde compartir apuntes bajo la luz de un foco que, simbólicamente, ilumina más que sus futuros: ilumina su presente.
En el Albergue Estudiantil de Villas de Monte Albán, antes del allanamiento violento de agosto pasado, se respiraba un ambiente de comunidad. Los estudiantes no sólo compartían dormitorios; compartían las angustias por los exámenes, la alegría de un problema de matemáticas resuelto, la nostalgia por los familiares lejanos.
El bajo costo de su estancia, una cuota simbólica, se lograba precisamente por esa economía de la solidaridad: entre todos limpiaban, entre todos cocinaban, entre todos se apoyaban. Ese modelo, que debería ser replicado como ejemplo de organización, fue visto como una amenaza.
¿Qué amenaza puede representar un grupo de jóvenes que quieren ser médicos, ingenieros o abogados? La respuesta parece estar en la lógica perversa de un sistema que prefiere mantener a los pobres en su lugar antes que verlos ascender por sus propios medios.
El gobierno de Salomón Jara en Oaxaca lleva meses de omisión ante agresiones documentadas. La noche del 5 de agosto, un grupo de 20 personas armadas irrumpió en el albergue. No fue un robo común: fue un mensaje de intimidación, un acto de violencia calculada para sembrar el miedo. Y lo más grave: ocurrió con la complicidad del silencio estatal.
Tras estos actos, los estudiantes oaxaqueños llegaron a la Ciudad de México buscando justicia, pero la respuesta del gobierno de Claudia Sheinbaum fue igualmente elocuente: granaderos.
El Zócalo, ese espacio que debería ser el corazón simbólico de la democracia mexicana, se convirtió en un territorio militarizado. Los estudiantes, que llevaban pancartas hechas a mano con consignas, se encontraron con empujones y golpes. La paradoja es dolorosa: quienes hoy gobiernan bajo la bandera de la Cuarta Transformación, y que por años protestaron desde la oposición, ahora reproducen las mismas prácticas que denunciaban.
¿Dónde quedó el “primero los pobres”? La frase resuena hueca en los oídos de estos jóvenes. Su lucha no es por privilegios; es por lo básico: un techo, un plato de comida, el derecho a estudiar sin miedo. Cuando un gobierno responde con violencia a demandas tan legítimas, no sólo traiciona sus promesas, sino que siembra las semillas de la desconfianza y el desencanto.
Pero hay algo que los funcionarios subestiman: la capacidad de resistencia que nace cuando la causa es justa. Lejos de amedrentarse, el movimiento crece. La solidaridad se extiende de estado en estado, porque el dolor de Oaxaca resuena en Puebla, en el Estado de México, en todos los rincones donde hay jóvenes que entienden que la injusticia contra uno es una amenaza contra todos.
El llamado de estos estudiantes es, en el fondo, un examen de ética para el México contemporáneo. ¿Vamos a permitir que la educación sea un lujo para quienes pueden pagarla? ¿Vamos a normalizar la represión como respuesta a la protesta pacífica? La historia juzgará no sólo a los gobiernos por su sordera, sino a la sociedad por su indiferencia.
Los estudiantes han anunciado que volverán en octubre a “La Mañanera”. Llegarán con sus voces, con sus pancartas, con la fuerza de quienes no tienen nada que perder excepto su futuro.
La pregunta obligada es: ¿encontrarán finalmente oídos que escuchen, o sólo más granaderos? La respuesta definirá no sólo su destino, sino el alma de un país que promete transformación, pero que aún debe demostrar que está transformándose a sí mismo.
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