En México hemos aprendido, a lo largo de nuestra historia, que las injusticias contra el pueblo casi nunca aparecen en los discursos oficiales. Los gobiernos hablan de progreso, de igualdad y de justicia social, pero la realidad en las calles, en los pueblos y en las casas del estudiante suele ser otra. Oaxaca acaba de darnos un ejemplo doloroso: el desalojo violento de jóvenes que, con esfuerzo y organización, habían encontrado un lugar donde vivir para poder estudiar.
Defender las casas del estudiante no es una causa menor: es defender el futuro de miles de jóvenes que, sin ese apoyo, estarían condenados a abandonar la escuela.
Lo que ha sucedido no puede pasar inadvertido. No se trata de una riña vecinal ni de un problema administrativo menor, sino de un ataque directo a la juventud pobre, a esos muchachos que sueñan con convertirse en profesionistas para ayudar a sus familias y comunidades. Despojarlos de un techo es también despojarlos de la posibilidad de continuar con sus estudios, y eso, en un país que presume apoyar a los más necesitados, resulta un acto profundamente contradictorio.
Los jóvenes desalojados no pedían privilegios ni favores. Reclamaban algo elemental: la posibilidad de tener un lugar digno donde dormir, donde preparar sus tareas, donde resistir la dura vida en la ciudad. Sus casas de estudiante no son hoteles ni residencias, sino espacios modestos, levantados y defendidos con sacrificio.
El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, decidió, sin embargo, enviar policías y usar la fuerza, como si los estudiantes fueran criminales. Nada más falso. No son delincuentes. Son hijos de campesinos, de obreros, de comerciantes humildes. Muchachos que, en lugar de perderse en la desesperanza, eligieron organizarse, tocar puertas y exigir su derecho a la educación. Criminalizarlos es una ofensa no sólo contra ellos, sino contra todo joven que, en condiciones similares, lucha por abrirse paso.
Cuando los estudiantes acudieron a la Ciudad de México, lo hicieron con la esperanza de que la presidenta Claudia Sheinbaum escuchara su voz. Esperaban, quizá ingenuamente, encontrar sensibilidad. Lo que hallaron fue silencio y cerrazón. El Palacio Nacional, rodeado desde la madrugada de vallas y policías, representó mejor que cualquier discurso la negativa a dialogar.
El mensaje fue claro: para este gobierno, no hay lugar para escuchar a los jóvenes organizados. Y lo más preocupante es que la respuesta no fue un error aislado, sino parte de un patrón que se repite en otros estados: cerrar las puertas, rodearse de fuerza pública y fingir que los problemas no existen.
Conviene preguntarse: ¿qué defiende un gobierno cuando desaloja a estudiantes pobres? No defiende el orden, porque lo que ellos piden es pacífico y legítimo. No defiende la legalidad, porque el derecho a la educación está consagrado en la Constitución. Lo que se defiende, en realidad, es la comodidad de un sistema que no quiere rendir cuentas ni enfrentar sus fracasos.
Es más sencillo acusar a los jóvenes de revoltosos que reconocer que no hay presupuesto suficiente para sostener las casas del estudiante. Es más cómodo mandar granaderos que sentarse a dialogar sobre las necesidades reales de la juventud. Es más rentable, políticamente, simular que todo marcha bien antes que aceptar que miles de muchachos pobres siguen siendo excluidos.
Pese a todo, los desalojos han mostrado también el temple de los estudiantes. Podrán haber sido sacados de sus casas, pero no se han rendido. Siguen en pie, denunciando, organizándose, llamando la atención de la sociedad.
Esa tenacidad es, quizá, lo más valioso de todo este episodio: la prueba de que los jóvenes no aceptan su destino pasivamente, sino que están dispuestos a luchar por él.
El Movimiento Antorchista ha señalado una y otra vez que la educación es la herramienta más poderosa para transformar la vida del pueblo. Defender las casas del estudiante no es una causa menor: es defender el futuro de miles de jóvenes que, sin ese apoyo, estarían condenados a abandonar la escuela.
Lo que está en disputa no son solo paredes y techos, sino el derecho mismo a estudiar. Cada desalojo es una advertencia de lo que puede ocurrir en otros estados: si hoy se permite que los jóvenes de Oaxaca sean tratados como delincuentes, mañana lo mismo podrá suceder en cualquier rincón del país.
Por eso, este no es un asunto local ni pasajero. Es un reflejo del rostro real del poder: un rostro que sonríe en discursos, pero que usa la fuerza contra los pobres organizados.
Frente a esa realidad, la respuesta del pueblo no puede ser la resignación. Debe ser la unidad, la organización y la lucha consciente. Sólo un pueblo educado, unido y dispuesto a defender sus derechos podrá enfrentar la injusticia de gobiernos que prefieren la represión antes que la solución.
Los jóvenes de Oaxaca ya dieron el primer paso: alzar la voz y no dejarse intimidar. Ahora toca a todos nosotros acompañarlos, solidarizarnos y hacer de su causa la causa del pueblo entero. Porque un país que expulsa a sus estudiantes se condena a la oscuridad, pero un pueblo que lucha por ellos abre el camino hacia un México más justo y más digno.
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