Vivimos en un mundo que funciona gracias a la clase trabajadora, aunque se le niegue el crédito, el poder y la propiedad de lo que produce.
Las y los trabajadores son quienes ponen en marcha las fábricas, cultivan los alimentos, construyen nuestras ciudades, generan energía, programan nuestras aplicaciones y cuidan a los más vulnerables. Sin su fuerza, su tiempo y su conocimiento, no habría café caliente por la mañana, ni transporte que funcione, ni tecnología que admirar. Y, sin embargo, no son dueños ni de su tiempo, ni del suelo que pisan, ni de las decisiones que afectan su vida.
Cada jornada laboral de ocho horas, cada día libre, cada guardería pública, cada sistema de salud o educación accesible fue antes negado, criminalizado y perseguido.
El relato hegemónico insiste en llamarles “clase media”, como si al nombrarles así se les quitara su poder colectivo, su posibilidad de organizarse y de reconocerse como protagonistas de una transformación social profunda. Bajo esa lógica, se les promete una falsa escalera de movilidad social: si trabajan lo suficiente, si se esfuerzan, si son “positivos”, algún día serán como sus jefes. Pero no se puede escalar dentro de un pozo. Y el único modo de salir de ahí es organizándose y rebelándose.
La clase trabajadora no se define por un ingreso específico ni por un tipo de trabajo. Se define por su posición en el sistema: es quien debe vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Puede usar bata médica, chaleco de seguridad, delantal o simplemente una computadora; puede tener un posgrado o un trabajo informal; lo que la une es que vive para trabajar, y no trabaja para vivir.
Mientras tanto, quienes poseen el capital no producen, sino que se apropian; no cuidan, sino que explotan; no arriesgan, sino que externalizan; no construyen, sino que ordenan construir. Y, aun así, son quienes deciden.
El capital decide qué se produce, para quién y en qué condiciones. Decide qué vida merece atención médica y cuál será abandonada. Decide cuándo se privatiza un hospital, cuándo se gentrifica un barrio o cuándo se cierra una empresa que aún es rentable, pero ya no “eficiente” para sus intereses.
Esa capacidad de decisión está basada en una estructura de propiedad que no surge de ningún mérito individual, sino de una expropiación histórica.
Lo que hoy se defiende como “patrimonio”, “propiedad privada” o “empresa familiar” muchas veces tiene su origen en siglos de colonización, despojo, esclavitud y explotación. Las leyes que protegen esa acumulación fueron escritas por y para quienes nunca han pisado el barro, para quienes no conocen lo que significa vivir al día ni enfrentar la angustia del desempleo.
En este contexto, el neoliberalismo ha sido más que una política económica: ha convencido a millones de que lo común es peligroso y que la competencia es libertad. Ha hecho de la precariedad una virtud: si aceptas un trabajo mal pagado sin protestar, eres “emprendedor”.
Si reclamas tus derechos, eres un “flojo”. El miedo al despido se ha vuelto más poderoso que la rabia hacia quien despide. Así, millones han dejado de imaginar otro mundo posible.
Pero ningún derecho fue otorgado por voluntad de quienes mandan. Todos fueron conquistados. Cada jornada laboral de ocho horas, cada día libre, cada guardería pública, cada sistema de salud o educación accesible fue antes negado, criminalizado y perseguido.
Cada huelga fue una afrenta. Cada asamblea, un riesgo. Cada avance, una batalla ganada contra quienes veían esas demandas como amenazas.
Por eso, cada día sin organización obrera es un día ganado por el capital. No basta con indignarse: hay que actuar.
El mundo que sostiene la clase trabajadora le pertenece por justicia, aunque aún no lo haya tomado. Y la historia demuestra que nada cambia sin lucha. Si queremos otro futuro, debemos construirlo desde abajo, con organización, con conciencia.
0 Comentarios:
Dejar un Comentario