MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Juventud al combate

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El pasado martes 23 de este mes, la capital del país volvió a ser escenario de una escena que recuerda a los capítulos más oscuros de nuestra historia: la represión policial contra jóvenes estudiantes.

En las inmediaciones del Zócalo de la Ciudad de México, granaderos, sí, esos mismos que la actual presidenta Claudia Sheinbaum aseguró haber disuelto en 2018, fueron desplegados en triple fila para contener a más de 2 mil 500 jóvenes de secundaria, preparatoria y universidad, provenientes de Oaxaca y de otros estados.

Los granaderos golpeando a muchachos exhibieron al gobierno federal como represor y pusieron en entredicho el discurso oficial. Nadie salió a dialogar. Nadie tendió la mano. 

Los muchachos sólo buscaban ser escuchados, entregar un escrito y pedir la intervención presidencial frente a los atropellos de funcionarios del gobierno morenista en Oaxaca, que los han despojado de sus albergues estudiantiles.

La respuesta oficial fue contundente: empujones, insultos, golpes con escudos y toletes. Afuera, la represión; adentro del Palacio Nacional, la presidenta lamentaba el asesinato de un estudiante del CCH y ofrecía solidaridad. Dos escenas paralelas que retratan con crudeza la contradicción de un régimen que habla de paz mientras reprime a su juventud.

La historia nos demuestra que la represión estudiantil no es un hecho aislado. Recordemos que, en 1968, la matanza de Tlatelolco dejó un saldo “oficial” de 30 muertos, aunque investigaciones independientes y reportes de prensa internacional han señalado que pudieron haber sido entre 300 y 400 los estudiantes asesinados.

Juventud, al combate, que es preciso

dejar este risueño paraíso;

gigante y no pigmeo

hay que ser de la vida ante el topacio;

¡caballeros andantes, al torneo,

águilas solitarias, al espacio!

A la juventud (fragmento) 

Gregorio de Gante

Ese crimen de Estado marcó un antes y un después en la memoria colectiva del país. Pero el 68 no fue un hecho aislado. En Guerrero, en la década de los 70, movimientos como el de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (Fecsm) fueron constantemente hostigados; en Puebla, el movimiento estudiantil de 1973 desembocó en la renuncia del gobernador Rafael Moreno Valle padre; en Oaxaca, la represión a las normales rurales ha sido constante, al grado de que los estudiantes normalistas han enfrentado más de 50 desalojos violentos en los últimos veinte años.

Los datos son claros: México arrastra una larga tradición de criminalizar la protesta estudiantil. Y ahora, bajo el discurso de la “Cuarta Transformación”, la historia parece repetirse.

El caso de Oaxaca no es aislado ni menor. Los albergues estudiantiles representan un espacio vital para miles de jóvenes de escasos recursos. Allí no sólo se comparte un techo; se comparte comida, se comparte educación, se comparte fraternidad. Sin embargo, el gobierno estatal ha permitido —e incluso facilitado— su despojo mediante operativos violentos.

La noche del 5 de agosto de este año, un grupo de 20 personas armadas irrumpió en el Albergue Estudiantil “Villas de Monte Albán”, saqueando y amenazando a los moradores. Fue el tercer ataque en pocos meses, y el silencio cómplice del gobernador Salomón Jara lo dice todo.

En este punto cabe recordar otra realidad que lacera profundamente a los estados del sur del país: la educación. En Guerrero, por ejemplo, según datos del Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, sólo el 17 % de los jóvenes de 25 años o más cuentan con educación superior completa.

El rezago educativo es evidente: más del 10 % de la población mayor de quince años no sabe leer ni escribir, lo que coloca al estado como uno de los de mayor analfabetismo en todo el país. Y, pese a las cifras, la inversión pública en infraestructura educativa sigue siendo raquítica.

Quien recorra las comunidades rurales de Guerrero verá que muchas escuelas operan sin techos dignos, con paredes improvisadas de lámina, sin baños en condiciones mínimamente higiénicas y con pupitres que apenas se sostienen. Según datos de la Secretaría de Educación Guerrero (SEG), más del 35 % de las escuelas del estado carecen de acceso adecuado al agua potable y cuatro de cada diez no tienen energía eléctrica constante.

No se trata de sólo cifras: se trata de niños que toman clases bajo la lluvia, de adolescentes que escriben sus cuadernos a la luz de una vela, de jóvenes que caminan kilómetros para llegar a una preparatoria que no tiene laboratorios ni bibliotecas.

En ese contexto, los albergues estudiantiles no son un lujo: son una necesidad. Representan la única posibilidad real para que cientos de jóvenes campesinos se formen como profesionistas y tengan un futuro distinto al de la miseria heredada. Por eso resulta indignante que el Estado, en lugar de fortalecer estos espacios, los ataque.

Las imágenes del 23 de septiembre son contundentes: no dejaron pasar a los estudiantes. Los granaderos golpeando a muchachos exhibieron al gobierno federal como represor y pusieron en entredicho el discurso oficial. Nadie salió a dialogar. Nadie tendió la mano. Ni siquiera se recurrió a la gastada estrategia de prometer mesas de trabajo futuras. El gobierno se limitó a mandar a la policía contra adolescentes armados únicamente con pancartas y consignas.

Y sin embargo, la juventud resistió. A pesar de los golpes, lograron romper el cerco, ingresar al Zócalo y realizar un mitin cultural lleno de folclor, canciones y poesía. Su respuesta digna contrastó con la brutalidad oficial. Fue la mejor lección de civismo frente a un gobierno que presume escuchar al pueblo.

No es casualidad que estos hechos ocurran a pocos días de que se conmemoren once años de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, otro crimen de Estado que sigue impune.

Tampoco es casualidad que ocurran a pocos días del 2 de octubre, cuando la memoria de Tlatelolco vuelve a recordarnos que el poder suele responder con sangre al descontento juvenil.

Y tampoco es casualidad que la represión se haya dado en un país donde, de acuerdo con Educa Oaxaca, 58 defensores sociales han sido asesinados en los últimos años, y otros seis se encuentran desaparecidos.

El mensaje que manda el gobierno es claro: callar al que protesta. Pero el mensaje de los jóvenes es aún más poderoso: no nos callarán.

La educación debería ser un derecho, no un privilegio. La juventud debería ser escuchada, no golpeada. Y los pobres deberían estar primero, no en último lugar.

Ante la cerrazón oficial, la solidaridad se extiende. La causa de los estudiantes de Oaxaca ya es la causa de miles de jóvenes de todo México, que entienden que lo que está en juego no es sólo un par de albergues, sino el derecho mismo a soñar con un futuro digno.

La juventud es hoy la chispa que puede encender un cambio verdadero. Y frente a un gobierno que se dice transformador pero actúa con la mano dura del pasado, esa chispa se vuelve indispensable.

¡Adelante, muchachos! Defiendan sus albergues, defiendan su derecho a estudiar, defiendan su dignidad. Porque en esa lucha, ustedes no están solos: el corazón de millones de mexicanos late con ustedes.

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