La gentrificación es uno de los fenómenos urbanos más agresivos y visibles del capitalismo contemporáneo. Bajo el disfraz de “renovación urbana” y “mejoramiento de barrios”, se esconde una estrategia sistemática de desplazamiento de los sectores populares, diseñada para favorecer a las élites y al gran capital inmobiliario.
No se trata de una evolución natural de las ciudades ni de un proceso inevitable: es una expresión concreta de la lucha de clases en el espacio urbano; lo que está en juego no es solamente el aspecto físico de la ciudad, sino la apropiación de sus recursos y territorios por parte de una minoría privilegiada a costa de los trabajadores.
La gentrificación no es una evolución urbana inevitable, sino una estrategia política y económica que despoja a los pobres de sus territorios para beneficiar sólo a una élite privilegiada.
En el capitalismo, nada escapa a la lógica de la mercancía: el trabajo humano, la tierra, el agua, la vivienda. Las ciudades han sido convertidas en grandes negocios.
En la Ciudad de México, este proceso es especialmente evidente en zonas como la colonia Juárez, la Roma, la Condesa, Santa María la Ribera o el Centro Histórico. Ahí, la inversión en infraestructura, el auge de plataformas como Airbnb y la proliferación de comercios exclusivos han revalorizado artificialmente el suelo urbano, elevando las rentas hasta niveles imposibles de pagar para los habitantes tradicionales.
Como consecuencia, familias enteras que han vivido durante generaciones en estas colonias son expulsadas hacia la periferia, condenadas a transportes largos, servicios deficientes y una creciente fragmentación social.
Este proceso no es espontáneo, está impulsado por políticas públicas que benefician a grandes inmobiliarias, bancos y fondos de inversión. El gobierno de la Ciudad de México, al igual que muchos gobiernos estatales y municipales del país, ha promovido proyectos urbanísticos que priorizan el “embellecimiento” de ciertas zonas mientras ignoran o criminalizan la pobreza.
Las reformas al uso del suelo, los megaproyectos de infraestructura y los estímulos fiscales están diseñados para atraer capital, no para garantizar el derecho a la vivienda. Bajo esta lógica, las ciudades se convierten en espacios donde sólo pueden vivir quienes tienen con qué pagar, mientras los trabajadores —que son quienes construyen, limpian y hacen funcionar la ciudad— son echados al margen.
Marx definió la acumulación originaria como el proceso mediante el cual el capital se apropia de forma violenta de los medios de vida de los trabajadores; la gentrificación es una forma moderna de esa acumulación: despoja a los pobres de sus viviendas, de sus espacios de vida, de sus vínculos comunitarios; no sólo los expulsa físicamente, también borra su cultura, su historia y su identidad colectiva.
Todo esto no sería posible sin la complicidad activa del Estado, pues el Estado bajo el capitalismo no es una entidad neutral, sino una herramienta al servicio de la clase dominante.
Esto se refleja en la represión de manifestaciones vecinales contra desalojos, en la falta de regulación efectiva a las plataformas de renta turística, y en la ejecución de políticas que ignoran la voz de los sectores populares.
Incluso los programas que se presentan como “inclusivos” o “participativos” terminan respondiendo a los intereses del capital: revitalizan ciertas zonas para atraer turismo o inversión, pero no garantizan el acceso permanente y digno a la vivienda para los más pobres.
Por lo tanto, la lucha contra la gentrificación no puede limitarse a peticiones individuales ni a reformas superficiales. Mientras la tierra y la vivienda sigan siendo mercancías, seguirán siendo objeto de especulación y fuente de ganancia para unos pocos.
La verdadera solución exige organización, conciencia de clase y una transformación profunda del modelo de ciudad y de sociedad. La clase trabajadora debe organizarse para disputar el poder político, construir instituciones propias y avanzar hacia una sociedad donde la vivienda y el suelo estén planificados de forma racional y equitativa, en función de las necesidades del pueblo.
En este contexto, el Movimiento Antorchista representa una alternativa real de lucha. A lo largo de décadas hemos demostrado que es posible organizar a los pobres para defender sus derechos, exigir vivienda digna, servicios básicos, y sobre todo, construir conciencia de clase.
Engels escribió que el problema de la vivienda no puede resolverse dentro del capitalismo, sino únicamente con la revolución proletaria. La gentrificación, por tanto, no es sólo una amenaza, es una forma más de explotación, una expresión concreta del dominio de clase; resistirla y enfrentarla no es sólo una cuestión local, sino parte de la lucha histórica por liberar a la humanidad del yugo del capital.
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