“La cultura es un arma fundamental para concientizar al pueblo”, dijo nuestro querido maestro Aquiles Córdova Morán, secretario general del Movimiento Antorchista Nacional. Con esa frase, resume la esencia de lo que está en juego en México cuando se habla de arte, educación y conciencia social.
No se trata de un adorno ni de un lujo para unos cuantos; es un factor central en la construcción de hombres y mujeres de nuevo tipo, capaces de edificar una sociedad más justa y equitativa.
El arte sensibiliza, une y educa, forma hombres y mujeres capaces de ver más allá de la inmediatez, de reconocerse como hermanos de clase y de luchar por un mundo más equitativo.
Para muestra, está el reciente concierto del ensamble vocal “Voz en Punto” en Tecomatlán, Puebla; este gran evento mostró precisamente esa dimensión transformadora de la cultura. Ante más de 2 mil asistentes, el grupo interpretó piezas de Francisco Gabilondo Soler, Consuelo Velázquez, sones populares y canciones emblemáticas de la tradición mexicana.
Los espectadores, en su mayoría habitantes de comunidades rurales, vivieron una experiencia estética que pocas veces llega a sus municipios. Ese contacto directo con el arte de calidad no sólo emociona: también despierta, educa y unifica.
Sin embargo, millones de mexicanos no tienen la posibilidad de vivir algo semejante. La pobreza en la que sobreviven casi 47 millones de personas, según datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), convierte al arte en un bien inaccesible.
Para muchas familias, asistir a un concierto, a una obra de teatro o visitar un museo es un sueño imposible cuando el ingreso apenas alcanza para comer. Y esto ocurre en un país que se reconoce como uno de los más ricos en diversidad cultural del mundo.
Aquí surge una contradicción dolorosa: la cultura, que nació en el seno del pueblo, que se alimentó de sus luchas, de su memoria y de su vida cotidiana, ha sido arrebatada y elitizada por el sistema capitalista.
Bajo la lógica del mercado, el arte se vende como mercancía, se exhibe en espacios exclusivos y se consume como espectáculo reservado a quienes pueden pagar boletos costosos. El pueblo, creador original de esa cultura, queda marginado de su disfrute y de su apropiación.
Lo más grave es que esta exclusión no es fortuita, sino que responde a una estrategia de dominación ideológica. En su intervención, el maestro Aquiles Córdova Morán dijo que los medios de comunicación, las películas, las revistas y las redes sociales están cargados de mensajes que inducen al pueblo a aceptar su pobreza y aplaudir a quienes lo explotan.
En esa perversidad, el arte comercializado y vacío se convierte en distractor, mientras el verdadero arte, aquel que forma conciencia, que hace ver la realidad y que une a los explotados, se mantiene lejos de las mayorías.
Frente a esta realidad, resulta inspirador que existan esfuerzos como los que impulsa el Movimiento Antorchista. La organización ha demostrado con hechos que la cultura puede llegar a todos los rincones del país, desde los grandes festivales nacionales de danza, música y poesía, hasta los talleres locales en colonias y comunidades rurales.
Su visión es clara: no basta con exigir mejores condiciones materiales de vida; también es necesario cultivar el espíritu, abrir la mente, afinar la sensibilidad y fortalecer la conciencia crítica.
La experiencia del concierto en Tecomatlán es un ejemplo de ello. “Voz en Punto” no sólo interpretó con maestría piezas complejas y emblemáticas, sino que compartió escenario con jóvenes del Instituto de Artes Macuil Xóchitl, demostrando que el talento popular puede brillar cuando se le brinda la oportunidad. Esa comunión entre artistas profesionales y pueblo sencillo simboliza la verdadera democratización de la cultura: hacerla accesible, viva y transformadora.
La cultura debe ser entendida como parte esencial de un proyecto político y social que busque justicia. El arte sensibiliza, une y educa, forma hombres y mujeres capaces de ver más allá de la inmediatez, de reconocerse como hermanos de clase y de luchar por un mundo más equitativo.
Por eso, la batalla por democratizar la cultura es inseparable de la lucha política. No se trata de dos caminos paralelos, sino de una misma ruta hacia un México distinto.
En tiempos en que la cultura se reduce a propaganda o se mercantiliza para el consumo superficial, rescatar su esencia popular y emancipadora es una tarea urgente. El pueblo necesita recuperar lo que le pertenece: su memoria, su arte, su voz. Y en esa tarea, Antorcha ha hecho una apuesta clara: seguir llevando cultura a cada rincón del país, convencida de que un México culto será también un México libre y justo.
En definitiva, un pueblo sin cultura es un árbol sin raíces; pero un pueblo que cultiva sus raíces culturales es invencible.
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