Las imágenes son muy desgarradoras: casas arrasadas por deslaves, familias enteras atrapadas en techos, carreteras convertidas en ríos, comunidades completamente aisladas.
Los estados de Hidalgo, Puebla y Veracruz vuelven a ser el epicentro de una tragedia anunciada. Las lluvias de los últimos días han dejado un saldo trágico de al menos 25 personas fallecidas hasta el momento; decenas de desaparecidos, miles de viviendas dañadas y una infraestructura pública vial, educativa e hidráulica hecha pedazos.
La sociedad tiene una disyuntiva: seguir esperando limosnas y promesas vacías u organizarse para exigir, con la fuerza de la unidad, un cambio de raíz.
Frente a la emergencia climática, los gobiernos estatales y federales se apresuran a aparecer en conferencias de prensa, anunciar fondos de rescate por 500 millones de pesos y desplegar operativos, en el caso de Hidalgo.
Se llenan la boca con el eslogan de “primero los pobres”, pero la evidencia en el lodo y el escombro dice una realidad muy distinta a la de los morenistas: para los pobres de este país, siempre llega primero la negligencia, el abandono y, cuando la naturaleza arrecia, la muerte en el peor de los casos.
La pregunta es: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo las comunidades más humildes de la Sierra Norte de Puebla, la Huasteca Hidalguense o la zona norte en Veracruz seguirán siendo los rehenes de la incompetencia y la corrupción gubernamental? Los datos oficiales, lejos de consolar, son evidencia de la magnitud del desastre y la previsibilidad del mismo.
Hasta el momento, con la información que hay, esta es la relatoría. En Hidalgo, las autoridades reportan 90 comunidades incomunicadas, 308 escuelas afectadas, 71 caminos dañados y diecisiete municipios sin energía eléctrica.
En Puebla, 38 municipios y 66 localidades reportan afectaciones severas, con puentes destruidos y derrames de hidrocarburo por la ruptura de ductos de Pemex. Veracruz suma sus propias calamidades: Poza Rica “bajo el agua”, 48 municipios afectados por las lluvias, un policía muerto en labores de rescate en Papantla y miles de viviendas inundadas en Álamo.
Estas no son simples cifras, son la prueba de un Estado fallido en su función más básica, que es proteger a sus ciudadanos y proveer infraestructura resiliente para sus habitantes. La historia se repite con una obstinación criminal.
Hidalgo aún recuerda la inundación de Tula de 2021, que cobró diecisiete vidas en un hospital del IMSS. Puebla y Veracruz tienen sus propios catálogos de desastres hídricos.
Cada año, las lluvias encuentran la misma infraestructura hidráulica colapsada, los mismos cauces sin dragar, los mismos taludes deforestados y vulnerables, las mismas obras públicas que son más un botín político que una solución de fondo.
Los gobiernos de Julio Menchaca en Hidalgo, Alejandro Armenta en Puebla y Rocío Nahle García en Veracruz no pueden escudarse en la “fuerza mayor” de un fenómeno meteorológico.
La tragedia actual es el resultado de la falta del Fonden, que, gracias a Morena, desapareció en el año 2021, argumentando que hay corrupción. Anunciar millones para la emergencia es un reconocimiento paliativo de que no se invirtió lo suficiente, ni con inteligencia, en la prevención.
Ante esta crónica de una muerte anunciada y la insuficiencia de un Estado que sólo reacciona cuando la sangre moja la tierra, la sociedad tiene una disyuntiva: seguir esperando limosnas y promesas vacías, u organizarse para exigir, con la fuerza de la unidad, un cambio de raíz.
El Movimiento Antorchista Nacional ha demostrado, por décadas, que la organización popular es el único antídoto real contra la injusticia y el abandono. Sólo un pueblo unido, consciente de su poder, puede obligar a los gobiernos a destinar el presupuesto, no sólo para este tipo de tragedias, sino a la construcción de infraestructura hidráulica digna, sistemas de drenaje pluvial eficientes, programas de reforestación serios y planes de desarrollo urbano que protejan a las comunidades, no a los intereses inmobiliarios.
La solidaridad en estos momentos es importante, compañeros, pero no basta. Las donaciones y los albergues atenúan la emergencia, más no resuelven el problema estructural.
El verdadero llamado es a la organización. Es hora de que los mexicanos, especialmente los más pobres, dejen de ser las víctimas de cada temporada de lluvias. La tragedia en Hidalgo, Puebla y Veracruz no es natural; es social y política.
Y sólo con una firme y organizada demanda popular lograremos que los discursos de “primero los pobres” se conviertan, por fin, en hechos tangibles: en presas bien construidas, en ríos encauzados, en carreteras seguras y en comunidades donde la vida valga más que cualquier interés político. La organización no es una opción, es una necesidad de supervivencia.
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