MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Servicios “básicos”

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Los servicios básicos son aquellos suministros considerados indispensables o primarios para la vida cotidiana en una sociedad moderna, satisfaciendo las necesidades fundamentales de las personas y la comunidad en general, e incluyendo lo elemental como el agua potable, energía eléctrica, higiene de los hogares, drenaje sanitario y recolección de basura, gas en algunos contextos, telefonía e internet, además de servicios esenciales como salud y educación.

¿De qué sirve que la Constitución diga que todos tenemos derecho a servicios, si en los hechos el acceso depende del lugar donde naciste, de tu apellido, del color de tu piel o del tamaño de tu cuenta bancaria?

En México, los llamados “servicios básicos” no están garantizados en todo el territorio nacional. Deberían ser una garantía universal, como parte mínima del derecho a vivir con dignidad. Pero basta con salir de las zonas privilegiadas y poner un pie en cualquier colonia marginada, comunidad rural, “asentamiento irregular” (¿para quién?) o franja de la periferia urbana para entender que eso es pura retórica.

En la realidad concreta, los servicios básicos son privilegios disfrazados de derechos. Y esa contradicción define buena parte del desastre cotidiano que enfrentamos quienes vivimos del trabajo y no de las rentas, quienes no tenemos otra riqueza que nuestra fuerza para sobrevivir.

Lo “básico” —agua potable, luz eléctrica, drenaje, gas, internet, transporte— debería ser lo mínimo garantizado para cualquier persona. Porque sin eso, ¿cómo se vive? ¿Cómo se estudia, se trabaja, se vive sano, se sostiene a la familia? Sin eso, todo se convierte en una lucha diaria contra el abandono. 

Sin embargo, en este país, acceder a esos servicios es más bien una carrera de obstáculos donde siempre gana el que tiene más dinero o más relaciones de todo tipo.

Hay lugares en este país donde el agua llega una vez por semana, y a veces ni eso. Donde la electricidad se corta cada dos por tres. Donde el drenaje nunca llegó y la basura se acumula porque el camión recolector “se descompuso”.

Hay estudiantes que no pueden conectarse a clases porque en su comunidad no hay señal, ni cableado, ni antenas. Hay familias que gastan la mitad de lo que ganan en rellenar garrafones, comprar leña o pagar a intermediarios lo que el Estado debería garantizar.

Y entonces una se pregunta: ¿de qué sirve que la Constitución diga que todos tenemos derecho a estos servicios, si en los hechos el acceso depende del lugar donde naciste, de tu apellido, del color de tu piel o del tamaño de tu cuenta bancaria? ¿De qué sirve llamarlos “básicos” si el sistema los vende como si fueran lujos?

Porque esa es la trampa. El modelo económico en el que vivimos no distribuye derechos, vende necesidades. Y el Estado, lejos de corregir esa injusticia, la perpetúa. A veces por omisión, a veces por complicidad directa. 

No es que no haya recursos. Es que están mal distribuidos. No es que no haya capacidad. Es que hay intereses que se benefician del despojo.

Nadie elige vivir sin agua. Nadie elige encender una vela en lugar del foco. Nadie elige bañar a sus hijos con una cubeta o vivir sin un espacio acondicionado para asearse. Esto no es pobreza cultural, como dicen algunos funcionarios que nunca han pisado una colonia popular. Esto es pobreza estructural, provocada por un sistema que se organiza precisamente para que millones vivan en la escasez y unos pocos vivan en la abundancia. 

Lo más perverso es que después nos quieren hacer creer que la culpa es nuestra. Que no sabemos administrar, que no cuidamos el agua, que no pagamos el recibo. ¿Y cómo pagarlo si no llega el servicio? ¿Cómo cuidarlo si te lo racionan como si fueras criminal?

Esta narrativa de la culpa individual oculta la responsabilidad del Estado, y al mismo tiempo justifica que empresas privadas vengan a “salvarnos” con tarifas aún más altas, con servicios aún más precarios. Nos quieren hacer creer que esto es normal. Que así ha sido siempre. Que no nos preocupemos por lo terrenal, al fin y al cabo, tenemos ganado el paraíso eterno. Que toca esperar. En el mejor de los casos, esperar que algún día llegará el desarrollo para todos, si somos pacientes, si nos portamos bien, si agradecemos lo que hay. Pero ¿cuántos años más vamos a esperar?

El pueblo pobre de México no es tonto. Sabe perfectamente que nadie va a venir a regalarle lo que le corresponde. Ya quedó claro que ni el gobierno, ni los partidos, ni los programas sociales van a resolver lo que el propio sistema está diseñado para mantener igual.

Por eso, cada vez que el pueblo se organiza, tiemblan. Porque la organización popular educada y consciente de su condición de clase es lo único que de verdad cuestiona al poder, lo único que no pueden controlar con discursos, con becas o con amenazas.

En muchos rincones del país, las comunidades ya se están organizando para exigir agua, para instalar su propio internet, para presionar por la electrificación de sus hogares, el alumbrado público, para limpiar los lotes baldíos, para gestionar con dignidad lo que les corresponde por derecho y que el gobierno les niega con desaire, con desprecio.

Aunque a veces esas luchas sean pequeñas, todas apuntan a lo mismo: la defensa del derecho a vivir bien, no como privilegio, sino como lo que debería ser: lo mínimo.

Porque no se trata sólo de tener agua o luz. Se trata de romper con un modelo que nos condena a sobrevivir mientras otros acumulan riquezas que nunca utilizarán para bien. Se trata de luchar, de pelear por una vida en la que lo básico no sea un premio, sino una condición para desarrollarnos plenamente.

Se trata de que el Estado deje de actuar como empresa y empiece a garantizar derechos reales. Y si no lo hace, entonces tendremos que hacerlo nosotros, unidos, juntas y juntos, desde la base. El pueblo no quiere favores. Quiere justicia. No pide más de lo que le corresponde. No espera milagros. Sólo exige que dejen de robarle el agua, la luz, el suelo, la vida. Que dejen de convertir lo común en mercancía. Que dejen de hablar de democracia mientras niegan los derechos más elementales. 

Porque cuando el gobierno falla, cuando el mercado excluye, cuando el Estado se lava las manos, la única salida es la unidad ideológica y la acción de la organización de un pueblo trabajador. Esa es la única esperanza real. Y más que esperanza, es la única vía concreta para dejar de sobrevivir y empezar a vivir con dignidad. Pésele a quien le pese, contra viento y marea, aunque duela.

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