MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La paradoja educativa en Nuevo León

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Los últimos fines de semana, más de 45 mil jóvenes de secundaria en Nuevo León hicieron fila para presentar el examen de admisión a las preparatorias de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). En el nivel superior, la escena se repite con miles de estudiantes que sueñan con entrar a una de las 26 facultades de la institución. Se habla de entusiasmo, de nervios, de sueños. Se habla de esperanza. Pero muy pocos se atreven a hablar de lo que de verdad está en juego: un sistema que parece diseñado para desechar más que para incluir.

La UANL se presenta como un emblema del progreso regiomontano, como la segunda universidad más grande del país en oferta académica. Un logro digno de reconocerse, sí, pero que no debe distraernos del fondo: una universidad “publica” que en cada convocatoria de ingreso hay una estructura excluyente que empuja a miles fuera del camino educativo, juventud que queda a la deriva, sin rumbo. El problema no es la oferta académica, sino el modelo de acceso, de financiamiento, de visión de la “educación pública”. Y eso no se soluciona con folletos de orientación ni con ferias vocacionales.

Para estudiar en la UANL hay que pagar. Mucho. En el nivel medio superior, quienes logren obtener un lugar en un bachillerato general deben desembolsar 2 mil 645 pesos como cuota de primer ingreso. Si se trata de una preparatoria bilingüe, la cifra sube a 4 mil 640. A esto hay que sumar transporte, útiles, alimentación, uniformes. Y ni hablar de los materiales específicos para quienes entran a escuelas técnicas o artísticas. Lo que para algunos es un gasto menor, para otros representa todo un obstáculo, una razón para desistir incluso antes de presentar el examen. En el nivel superior, las cifras se disparan aún más. Un estudiante de primer ingreso debe pagar una cuota de 2 mil 705 pesos a Rectoría. Si viene de fuera de la red de preparatorias de la UANL, tiene que cubrir una revalidación de 8 mil 765 pesos solo por el primer semestre. Luego viene la cuota interna de cada facultad, que puede ir de 2 mil a 4 mil pesos por semestre. En total, el arranque de una carrera puede costar entre 13 mil y 16 mil pesos. Todo esto en una “institución pública”. ¿Dónde quedó la gratuidad prometida en el discurso oficial?

Pero más allá de las cifras está el modelo que estas representan. Un sistema que mide el valor de un estudiante por su capacidad de pagar y aprobar, que convierte el ingreso a la educación en una carrera con obstáculos donde muchos empiezan desde atrás. Los exámenes de admisión, en este contexto, no son instrumentos de medición: son barreras. No evalúan verdaderamente conocimientos ni capacidades, sino qué tanto tuvo el aspirante la oportunidad de prepararse con recursos, con tiempo, con acompañamiento. ¿Cuántos pueden pagar un curso? ¿Cuántos tienen internet, un espacio para estudiar, o siquiera estabilidad emocional para concentrarse?

Presentar el examen se ha vuelto una ceremonia de supervivencia. Los jóvenes se forman con la esperanza de “ganarse” un lugar, como si el acceso a la educación fuera un premio y no un derecho. Pero nadie habla del otro lado: los que no pasan, los que quedan fuera, los que ya ni siquiera lo intentan porque saben que no pueden costearlo. ¿Qué pasa con ellos? ¿Qué alternativas tienen? ¿Quién los acompaña en ese tránsito?

Estudiar se ha vuelto un lujo. Un camino lleno de cuotas, filtros, trámites y silencios. Un camino que no todos pueden recorrer. Y, sin embargo, el discurso institucional insiste en hablar de meritocracia, de esfuerzo individual, de “prepararse mejor”. Como si el problema fuera que no estudian lo suficiente, cuando el verdadero obstáculo es un sistema que prioriza la competencia sobre la equidad. Un sistema que llama “excelencia académica” a la capacidad de selección, como si dejar fuera a la mayoría fuera un signo de calidad. La UANL no es una excepción. Es un reflejo. Reflejo de cómo el Estado ha delegado la responsabilidad educativa a las familias, a los jóvenes, al mercado. Reflejo de cómo la educación pública se ha ido privatizando de forma encubierta, no en su propiedad, sino en su acceso. Porque si tienes que pagar miles de pesos por semestre para estudiar, si necesitas una serie de recursos previos para siquiera aspirar a un lugar, entonces no es pública en la práctica, aunque lo diga el papel. Necesitamos voltear el foco. Dejar de medir el éxito institucional por cuántos quedan fuera y empezar a medirlo por cuántos logran entrar y permanecer. La educación no debe funcionar como una máquina de descarte, sino como una red de inclusión. Porque cada joven que es rechazado, no solo pierde un año: pierde una posibilidad, una puerta, una apuesta por su futuro. Y cuando eso se repite con miles, lo que pierde no es solo el individuo. Lo que pierde es la sociedad entera.

La UANL tiene la infraestructura, la historia y el prestigio para ser mucho más que una universidad de élite regional. Puede ser un motor de movilidad social real, una plataforma de transformación colectiva. Pero para eso necesita cambiar de lógica. Necesita dejar de operar como si fuera un filtro y comenzar a pensar como puente. Abrirse, flexibilizarse, acompañar. Porque sí, necesitamos calidad académica. Pero una calidad que no excluya. Una calidad que se construya desde abajo, con todos y para todos. No una que solo esté disponible para quienes ya tienen las condiciones resueltas. La verdadera excelencia está en la capacidad de transformar vidas, no en la de seleccionar expedientes. Los exámenes de admisión, tal como están planteados, no miden inteligencia ni compromiso. Miden desigualdad. Y esa desigualdad no puede seguir siendo justificada como “natural”. No lo es. Es producto de decisiones políticas, de omisiones estructurales, de un modelo que favorece a unos pocos a costa de los demás.

Mientras sigamos dejando fuera a miles por incapacidad económica o por resultados de una sola prueba, estaremos fracasando como sociedad. Porque cada lugar negado no es solo una matrícula vacía: es un derecho vulnerado, una promesa rota.

Y quizás sea hora de cambiar la pregunta y actuar en consecuencia: ¿Quiénes merecen entrar?, por ¿Cómo hacemos para que nadie se quede fuera? 
Jóvenes estudiantes la tarea es de todos, pero sobre todos de ustedes, presente y futuro de nuestra patria, solo la juventud en rebeldía educada y politizada puede y debe cambiar el mundo por uno más justo, más solidario, equitativo, sin cortapisas.
 

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