MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La nueva reforma del agua: ¿justicia o continuidad disfrazada?

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El 5 de diciembre se aprobó en el Senado de la república, de manera apresurada y sin un debate amplio, la nueva Ley General de Aguas y diversas reformas a la Ley de Aguas Nacionales, vigente desde 1992. Como suele ocurrir cuando se legisla sobre asuntos que afectan intereses económicos de gran calado, la discusión fue mínima y el contenido real de la reforma pasó prácticamente inadvertido para la mayoría de la población.

Al revisar con detenimiento la reforma aprobada, salta a la vista que los grandes concesionarios no fueron afectados en lo absoluto pues no se revisan ni se redistribuyen los volúmenes de agua que concentran las grandes empresas…

La iniciativa fue enviada por la presidenta de la república, Claudia Sheinbaum Pardo, con el argumento de que su objetivo es garantizar el derecho humano al agua y evitar que este recurso vital siga siendo tratado como una mercancía.

En el discurso, la propuesta parece justa y necesaria, especialmente si se considera que el régimen de concesiones creado en 1992 permitió el acaparamiento del agua por parte de grandes empresas agroindustriales, mineras e industriales, que durante décadas han explotado ríos, presas y acuíferos pagando cantidades ridículas al erario.

Es un hecho documentado que ese sistema favoreció la concentración del agua en pocas manos, la sobreexplotación de los mantos acuíferos y el surgimiento de un mercado ilegal de compraventa de concesiones, todo bajo la mirada permisiva de la Comisión Nacional del Agua. Mientras tanto, millones de mexicanos, especialmente en zonas rurales y colonias populares, carecen de acceso regular al agua potable o reciben el suministro de manera intermitente.

No obstante, al revisar con detenimiento la reforma aprobada, salta a la vista que los grandes concesionarios no fueron afectados en lo absoluto. No se revisan ni se redistribuyen los volúmenes de agua que concentran las grandes empresas; tampoco se establece un sistema eficaz de supervisión ni se corrigen los privilegios que históricamente se les han otorgado. Por el contrario, se mantiene intacta la estructura que permite que unos cuantos sigan beneficiándose del recurso mientras la mayoría padece escasez.

Más grave aún resulta que la nueva ley abre la puerta para que la Conagua autorice descargas de desechos industriales en cuerpos de agua bajo criterios discrecionales, legalizando prácticas que afectan directamente al medio ambiente y a las comunidades que dependen de esos ríos y acuíferos para su supervivencia. En un contexto de crisis climática y estrés hídrico, esta disposición no sólo es irresponsable, sino profundamente regresiva.

Quienes sí resultaron inicialmente perjudicados fueron los pequeños propietarios y ejidatarios, ya que la propuesta original prohibía la venta, cesión o herencia de los derechos de agua. Esto significaba dejar en la indefensión a miles de campesinos que verían imposible transmitir a sus hijos no sólo la tierra, sino también el derecho a usar el agua necesaria para trabajarla.

La movilización campesina en varios estados del país obligó al gobierno a rectificar parcialmente y permitir nuevamente la transmisión de derechos en casos de uso doméstico y agropecuario. Sin embargo, se mantuvieron los trámites burocráticos costosos y engorrosos ante la Conagua, lo que en la práctica sigue funcionando como un filtro que favorece a los grandes capitales y excluye a los pequeños productores.

Así, la reforma que se presentó como un avance histórico hacia la justicia hídrica termina siendo, en los hechos, una continuidad del modelo neoliberal que desde hace más de tres décadas ha privilegiado el negocio por encima del bienestar social. El agua sigue sin concebirse plenamente como un bien común, y el Estado continúa sin asumir su papel como garante efectivo del derecho humano al acceso equitativo y sustentable.

La verdadera transformación en materia de agua no vendrá de reformas cosméticas ni de discursos bien intencionados, sino de una redistribución real del recurso, de la cancelación de concesiones abusivas y de una participación activa de las comunidades en la toma de decisiones. Mientras eso no ocurra, la justicia hídrica seguirá siendo una promesa incumplida y la nueva ley, un cambio de forma sin cambio de fondo.

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