México tiene una deuda de agua con Estados Unidos que no es un dato menor ni un tecnicismo diplomático: es el resultado tangible de decisiones, sequías prolongadas y una gestión hídrica que ahora pone en jaque el sustento de cientos de familias rurales.
El Tratado de Aguas de 1944 obliga a nuestro país a entregar, en ciclos quinquenales, volúmenes concretos de agua de las cuencas fronterizas (Río Bravo/Río Grande y afluentes).
No es exagerado decir que el futuro de centenares de familias chihuahuenses está tambaleándose: sin agua no hay producción, y sin producción no hay ingreso.
En la práctica reciente, esa obligación se volvió un problema político y técnico: entre 2020 y 2025 México acumuló un rezago que ha sido cuantificado en cientos de millones de metros cúbicos y que ahora se busca resarcir.
El problema es doble: por un lado, existe la obligación internacional y el imperativo legal de cumplir el tratado; por otro, hay una realidad climática brutal: por más de dos años, amplias zonas del norte y del centro del país han sufrido sequías severas que han vaciado presas, reducido ciclos agrícolas y dejado a comunidades agrícolas sin agua para sembrar.

Los datos oficiales del Monitor de Sequía de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) en 2025 muestran que, en distintos momentos del año, entre el 40 % y casi la mitad del territorio nacional presentó algún grado de sequía, con incrementos preocupantes en períodos cortos. Esa no es una cifra abstracta: significa menos agua en presas, menos riego, menos pasto para el ganado y menos ingresos para las familias del campo.
Chihuahua es, en este contexto, uno de los estados más golpeados. Sus principales embalses han registrado niveles críticos durante 2024 y 2025: por ejemplo, informes de inicios de 2025 reportaron niveles muy bajos en presas clave del distrito de riego 005, La Boquilla y La Vírgenes, con porcentajes en torno al 10–20 % de su capacidad en momentos críticos.

Eso ocurre justo cuando inicia la temporada de siembra, lo que reduce drásticamente la posibilidad de riego autorizado para cultivos. ¿Cómo se pide a los productores que mantengan cosechas y empleo con las presas vacías?
Entonces viene la pregunta que indigna: si Chihuahua y otros estados están en sequía extrema, ¿de dónde sacar agua para “pagar” a Estados Unidos? La respuesta práctica es que el agua que se enviará para cumplir el tratado necesariamente saldrá de embalses y de caudales que hoy operan como reservas para consumo humano y riego.

Voces oficiales y notas informativas han señalado que los aportes para cumplir los compromisos se extraerán de presas en estados del norte como Chihuahua, Coahuila, Tamaulipas y Nuevo León; es decir, de las mismas regiones que atraviesan la peor parte de la escasez. Ese trasvase o liberación tiene un efecto directo e inmediato: menos agua disponible para siembra y para abrevadero de ganado, y más riesgo de pérdidas de cosechas y de ingreso.
La consecuencia social es predecible y dolorosa. En regiones donde la agropecuaria es la principal fuente de empleo y sustento doméstico, la imposibilidad de regar implica ciclos agrícolas reducidos, despidos temporales o definitivos, bajos ingresos y migración forzada hacia las ciudades.

No es exagerado decir que el futuro de centenares de familias chihuahuenses está tambaleándose: sin agua no hay producción, y sin producción no hay ingreso. Es una ecuación que golpea con más fuerza a quienes menos tienen.
¿Entonces qué se debe hacer? Primero, exigir que el cumplimiento de un tratado no se traduzca en una política que sacrifica de manera regresiva a los pequeños productores y a comunidades rurales. El Estado mexicano tiene la obligación internacional, sí, pero también la obligación constitucional de proteger a su población.
Eso exige transparencia: que se expliquen las cifras exactas que se entregarán, de qué presas y, sobre todo, cuál será el plan para compensar a quienes pierdan riego o cultivos.

Segundo, es imprescindible acelerar medidas de ahorro y gestión: tarifas e incentivos al uso eficiente, rehabilitación de infraestructura de riego, modernización de sistemas y apoyos directos a pequeños productores para tecnificar y reducir la dependencia hídrica.
Tercero, urgencia en un pacto binacional que contemple flexibilidad real y mecanismos de compensación que no transfieran la carga a los más pobres.
Ceder ante la dicotomía “cumplir el tratado o cuidar al pueblo” no es una opción: hay que buscar soluciones que cumplan obligaciones sin estrangular economías locales.

El debate debe salir de los despachos y aterrizar en mesas con productores, autoridades estatales y federales, científicos y la sociedad civil. Porque el agua no es sólo un recurso técnico: es la base de la vida y del tejido económico de numerosas comunidades mexicanas.
Si el pago de agua a Estados Unidos se hace a costa de empobrecer al campesinado, habremos fallado como nación y como gobierno. Y eso no puede ni debe permitirse.
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