En un mundo cada vez menos reflexivo, en el que todo conocimiento debe justificar su existencia mediante una aplicación práctica de sí mismo, la Historia ha sido colocada -como pasa con algunos objetos domésticos- en el lugar de las cosas viejas que ya no se usan, pero que no se quieren desechar. Esta consideración general tiene su reflejo en la educación básica y de nivel medio superior: la Historia se enseña por mera formalidad -como una materia inútil y aburrida- y así se forma en las nuevas generaciones la idea de que la Historia "no sirve para nada". A partir de esta premisa, en México algunos gobiernos han buscado eliminar de los planes de estudios de la educación básica y media superior, no solo a la Historia, sino también a la Filosofía y en general a las humanidades. La concepción de que la Historia es un conocimiento poco menos que estéril, se equivoca de punta a cabo. No es este el lugar para desarrollar las "aplicaciones concretas" que puede tener la Historia; baste señalar una –quizá la más importante- que es la que nos interesa hoy: el conocimiento histórico como discurso legitimador del poder político.
Todos los gobernantes del mundo, desde los regímenes autocráticos hasta los que se dicen democráticos, necesitan legitimar su poder. Las rutas por las que los gobernantes llegan a ser jefes de Estado pueden ser distintas –mecanismos hereditarios, votación universal, un colegio electoral como en Estados Unidos, etc.-, pero una vez en el poder, todos requieren un discurso histórico que presente a su mandato como aquello que el pueblo esperaba desde hace mucho tiempo. Para que los monarcas, primeros ministros o presidentes, puedan gobernar, no es suficiente llegar al poder: necesitan un grado mínimo de legitimidad entre la población, un nivel que garantice la aceptación del poder político que los nuevos jefes de Estado ejercerán. Aquí es donde cobra importancia la Historia.
En general, el gobierno de la 4T tiene más conciencia del poder legitimador de la Historia que los gobiernos anteriores. No es casual que el discurso de López Obrador aluda constantemente a figuras cimeras de la historia patria, a ciertas anécdotas, pasajes, fechas y frases, de las que el Presidente habla de memoria. Es notorio su interés por la Historia en general, pero destaca sobremanera su entusiasmo por la historia nacional. Si de algo no se le puede acusar al señor es de no conocer la historia de México. La conciencia que tiene Andrés Manuel sobre el poder legitimador de la Historia se nota en que él mismo ha construido su propio discurso teleológico, anclado en el pasado, y con pretensiones de trascender. Lo de las tres grandes transformaciones que ha vivido el país, podría decirse que es una invención suya. AMLO maneja este recurso como no lo había hecho ningún presidente en las últimas décadas.
La 4T no solo emplea el discurso histórico como herramienta fundamental para ganar legitimidad; usa también un discurso simbólico del que se nutre la narrativa histórica del Presidente. Para marcar un antes y un después, para mostrar que estamos ante un "cambio de régimen", para colocar fronteras entre el pasado corrupto y el presente honesto, el Gobierno actual emplea todo un mundo de símbolos. Subasta de carros y mansiones propiedad del narco, venta del avión presidencial, eliminación del Estado Mayor Presidencial, y recorridos culturales en Los Pinos: todos, elementos simbólicos que construyen un discurso político simple pero efectivo. Esto es a tal punto un acto consciente, que a pesar de que AMLO desprecia abiertamente el comunismo, en días pasados se otorgó el Premio Nacional Carlos Montemayor a dos sobrevivientes del asalto al cuartel Madera, intento frustrado realizado por un grupo armado –inspirado en el ideario comunista- para reeditar en México la experiencia cubana. Después, el 23 de septiembre, Olga Sánchez Cordero, a nombre del Estado mexicano, ofreció disculpas a una ex integrante de la Liga Comunista 23 de septiembre –destacada guerrilla mexicana de los años 70- por los abusos cometidos contra ella y su familia cuando fueron combatidos por el Estado. ¿De cuándo a acá Sánchez Cordero, mujer de amplia trayectoria política, se tocó el corazón para ponerse del lado de los guerrilleros y contra el Estado? Se trata de crear símbolos para alimentar el conocido discurso de "nosotros somos diferentes".
Dentro de esta dinámica, hay un sector de la academia de la Historia que ha optado por apoyar al Gobierno de la Cuarta Transformación. No se trata solo de un apoyo moral: su función es la de actuar como cabeza de playa del obradorismo en el mundo de la intelectualidad; debaten de tú a tú con los críticos de la 4T con la tarea de vencer también en la batalla de las ideas y mantener así el discurso histórico legitimador. En honor a la verdad, hay que decir que no en todos los casos es un apoyo ciego tipo Attolini; en ciertas coyunturas sí polemizan con la postura oficial y expresan su desacuerdo, pero al final siguen siendo un apoyo. Son historiadores adscritos a la izquierda, que ven en AMLO a la mejor alternativa política de las masas trabajadoras mexicanas. Para ellos, Obrador no es lo deseable, pero es lo posible. De esta corriente es Pedro Salmerón Sanginés, historiador de la UNAM y ahora ex director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, así como su relevo, Felipe ávila, que ocupará el lugar que tuvo que abandonar Salmerón como director del INEHRM.
Pero la corriente de historiadores obradoristas, si realmente son de izquierda –como se enuncian- debiera reflexionar acerca del rol que desempeñan en el actual panorama político nacional. Ningún gobierno que satanice la organización popular, como lo hace el de AMLO, puede ser un gobierno de izquierda, a pesar del discurso histórico y simbólico que ha construido para diferenciarse de la clase política tradicional. Hoy más que en el pasado, ante un Presidente que construye conscientemente un discurso histórico que enmascara la naturaleza de su gobierno, los historiadores pueden jugar un papel fundamental: deconstruir, dinamitar, el discurso histórico que se impone desde el poder. Porque ni la 4T es la Cuarta Transformación, ni AMLO es el estadista revolucionario que mejorará la vida de las masas trabajadoras. Esta no es una afirmación aventurera, pues al final, las respuestas del presente están siempre en el pasado. Recordar a Lenin en su ¿Qué hacer? de 1902: "Los demagogos son los peores enemigos de la clase obrera". No echemos en saco roto las conclusiones que sacara uno de los genios más grandes que ha parido la humanidad.
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