Si bien el neoliberalismo fue planteado en sus términos generales –políticos, económicos y filosóficos- por un conjunto de intelectuales conservadores agrupados en la Sociedad Mont Pelerin, la aplicación concreta del modelo no corrió a cargo de sus ideólogos, sino de oscuros personajes de la política mundial. A nivel global, los principales impulsores del neoliberalismo fueron Margaret Thatcher, primera ministra de Gran Bretaña entre 1979 y 1990, y Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989. Sin embargo, antes de que el modelo estuviera listo para ser implantado en todo el mundo, primero fue necesario que se experimentara con él, pues solo así se podía probar si era aplicable o no. Así, se eligió un país que funcionaría como conejillo de indias para evaluar si la teoría neoliberal funcionaba en los hechos. Ese país fue Chile.
Luego del golpe de Estado que terminó con el gobierno socialista del presidente Salvador Allende, la dictadura militar que encabezó Augusto Pinochet –con el apoyo expreso de los Estados Unidos- fue la encargada de aplicar en Chile el modelo neoliberal. Durante los 17 años que duró la dictadura, fueron tres los pilares del gobierno chileno: 1) La represión sanguinaria de cualquier idea, organización o movimiento social relacionado con el socialismo, 2) La instrumentación de políticas económicas recomendadas por el estadounidense Milton Friedman y sus pupilos, y 3) El uso de las Fuerzas Armadas para obligar a la sociedad a aceptar las nuevas medidas elitistas y antipopulares, so pena de muerte. Para garantizar que el país sudamericano tuviera sus propios economistas neoliberales, Friedman formó en la Escuela de Economía de Chicago a un grupo de académicos chilenos que pudiera responsabilizarse de la aplicación del modelo en su país. Mientras tanto, Pinochet se encargaría de doblegar por la fuerza a quienes se atrevieran a discrepar del nuevo rumbo del país. Así nació el neoliberalismo.
En los 17 años que duró el gobierno militar, el modelo no solo terminó de formarse y de echar raíces en el terreno económico, sino que en el campo de la política se hicieron las modificaciones necesarias para garantizar su perpetuidad. Fue así que en 1980, en plena dictadura, se redactó y aprobó una nueva Constitución, misma que respondía en todos los sentidos a los intereses de la junta militar que gobernaba el país. El neoliberalismo, por supuesto, entró a formar parte especial de la nueva Carta Magna, convirtiéndose en el espíritu de la ley de leyes. Los intereses de las clases trabajadoras, sobra decirlo, jamás fueron considerados en la redacción de esa Constitución. A su salida del poder, en 1990, Pinochet había dejado un país con un modelo neoliberal bien instalado y con un cuerpo de leyes que protegían su funcionamiento. Es asombroso, pero la Constitución de 1980, que se escribió sobre la sangre de 1973, es la misma que actualmente rige a Chile.
Durante muchos años, el país sudamericano fue presentado en la arena internacional como un ejemplo exitoso del modelo neoliberal. Su caso contrastaba con la gran mayoría de América Latina, pues a diferencia de las manifestaciones multitudinarias que provocaron cambios de gobierno en Argentina, Ecuador, Venezuela, Bolivia, etc., en Chile los procesos electorales parecían los suficientemente legítimos para satisfacer las exigencias democráticas de su sociedad. Por otra parte, Chile no había vivido crisis económicas como la hiperniflación de Brasil, ni crisis de la deuda de México; al contrario, contaba con una economía en constante crecimiento y se había posicionado en el plano internacional como el destino favorito de grandes inversionistas, entre ellos los chinos. Además, en Chile no había una guerra civil como en Colombia, y sus niveles de inseguridad no eran una preocupación para sus habitantes. Parecía, pues, que en lo político, lo económico y lo social, Chile era un país ejemplar. Se presentaba como la prueba de que el neoliberalismo, a despecho de sus críticos, podía funcionar bien si era gestionado correctamente por los gobernantes.
Fueron los estudiantes quienes comenzaron a romper la imagen de que Chile era un país de paz y progreso. Primero en 2006, y luego en 2011, los estudiantes protagonizaron grandes movilizaciones en contra de la privatización de la educación -herencia de la dictadura. Las demandas del movimiento estudiantil, sin embargo, supieron ser manejadas por los gobernantes de entonces y la normalidad volvió al país. Si bien la lucha de los estudiantes despertó las demandas de otros sectores sociales, las exigencias del movimiento tenían límites muy marcados que no pudieron ser rebasados. Chile es el país de la OCDE que peor distribuye la riqueza entre sus habitantes: un pequeño puñado de grandes empresarios se queda con la mayoría, mientras las grandes masas trabajadoras reciben un porcentaje muy inferior. Trabajos precarios, privatización de servicios elementales, y una clase política insensible ante la situación, alimentaron por años el malestar de los sectores más maltratados por el modelo, hasta que estallaron.
La rebelión popular iniciada por el alza al boleto del metro, anunciada por el presidente Sebastián Piñera, pasó rápidamente de exigir precios justos en el transporte público, a demandar el fin del modelo neoliberal. Sin comprender el fondo de la protesta popular, Piñera intentó al principio sofocar la irritación social con una fuerte represión. En imágenes no vistas desde la dictadura, el ejército recorrió las calles de las principales ciudades, atacó con armas de fuego a los manifestantes, y se decretó el Estado de excepción; Piñera incluso declaró a los medios que su gobierno estaba en guerra contra un poderoso enemigo. Sin embargo, en lugar de que las medidas represivas apagaran la indignación, la fomentaron: en vez de recluirse en sus casas para salvaguardar su integridad física, como lo dicta el Estado de excepción, los chilenos permanecieron en la calle, y cada día que transcurría más chilenos se sumaban. La brutalidad militar contribuyó a dotar de legitimidad la movilización popular.
Piñera vio perdida la primera batalla -la del precio del metro- e intentó desactivar el movimiento reculando en esa medida. Pero las manifestaciones no cesaron. La demanda del metro fue en realidad la gota que derramó el vaso, la punta de un iceberg gigantesco de exigencias sociales que los trabajadores habían venido acumulando por años. Las manifestaciones ahora se han planteado un objetivo mucho más ambicioso: un cambio total, el fin del modelo y la redacción de una nueva Constitución. Y esto no es solo una interpretación del movimiento, pues así lo verbalizan algunos chilenos que han podido ser captados por las cámaras. Derrotado por el pueblo, Piñera salió a ofrecer un paquete de medidas tendientes a acortar las brechas socioeconómicas entre los más favorecidos y los más castigados. Pero el horizonte del movimiento ya está definido: la lucha es por el fin del modelo neoliberal y la convocatoria a un nuevo congreso constituyente.
Por su importancia particular en la historia del neoliberalismo, Chile puede ser considerado el origen y la tumba de ese modelo. El neoliberalismo comenzó en Chile en los años 70, se implantó en el mundo en los años 80, profundizó en la década de los 90, y en el siglo XXI comenzó a hacer crisis en América Latina, tal como ocurrió en Venezuela, Brasil, Ecuador, Bolivia, entre otros. Hoy Chile se suma a la lista. Vemos, pues, que el modelo neoliberal ha completado su ciclo; llega a su fin. De ser así, es cuestión de tiempo para que los países que aún se rigen bajo este modelo, experimenten intensas manifestaciones populares en demanda de una mejor distribución de la riqueza. En México, aunque el gobierno actual ha intentado maquillarlo, el modelo neoliberal sigue ordenando la vida nacional. Preparémonos para lo que viene.
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