El teatro, en su esencia más pura, nunca ha sido solo entretenimiento. Es un espejo, sí, pero uno activo, que no se conforma con reflejar pasivamente la realidad, sino que la interroga, la disecciona y nos obliga a vernos en ella con una honestidad que a veces duele. Esta convicción, expresada con vehemencia por el maestro Aquiles Córdova Morán, resonó con una fuerza tangible durante el XXIV Encuentro Nacional de Teatro del Movimiento Antorchista en Tecomatlán, Puebla.
Más allá de cualquier afinidad ideológica, el evento se erigió como un poderoso testimonio de cómo el arte dramático, cuando hunde sus raíces en la comunidad y se concibe como un acto de educación popular, puede convertirse en un formidable instrumento de transformación espiritual y social.

Lo primero que impacta es la escala y el arraigo del proyecto. Treinta y cuatro puestas en escena, divididas en categorías semiprofesional, amateur y popular, con la participación de 600 artistas provenientes de comunidades campesinas, colonias urbanas, estudiantes y amas de casa de todo México.
Esta no es la cartelera de un distrito cultural privilegiado de la capital, sino el fruto de un trabajo organizativo sostenido por décadas. El encuentro demuestra que la sed de expresión artística y reflexión crítica no es un lujo, sino una necesidad profunda de los sectores históricamente marginados económica y culturalmente. El teatro, en este contexto, deja de ser un bien de consumo para convertirse en un bien de producción colectiva.

La selección de obras habla de un propósito claro: usar el escenario como una cámara de ecos de las luchas humanas universales y las injusticias concretas. Desde “Las brujas de Salem” de Arthur Miller, un espejo brutal sobre cómo el fanatismo y los intereses creados fabrican chivos expiatorios, hasta “Una mujer sin importancia” de Oscar Wilde, que desnuda el cinismo y la hipocresía de las clases privilegiadas.
La presencia de “La Alondra” de Jean Anouilh, sobre Juana de Arco, resonó como un canto a la convicción y el sacrificio por una causa. Incluso las piezas mexicanas como “Los perros” de Elena Garro recuperan la cosmovisión indígena y campesina, cuestionando los relatos oficiales. Cada función era una lección de historia, de ética, de política; una invitación a no ser espectadores pasivos del mundo, sino a comprender sus mecanismos, muchas veces oscuros.

Pero quizás la lección más profunda no estuvo solo en el guion, sino en el contexto material que hace posible este milagro cultural. El encuentro se desarrolló en dos foros: un auditorio construido hace más de cuarenta años con el trabajo voluntario, la arena y el ladrillo aportado por la comunidad, y un nuevo teatro de características monumentales, erigido, se enfatiza, sin un centavo de dinero público, solo con el esfuerzo organizado de los antorchistas. Esta es una declaración política en sí misma.
En un país donde la cultura suele depender de los vaivenes del presupuesto oficial y de las agendas del momento, aquí se muestra un modelo alternativo: la autogestión comunitaria como base para la soberanía cultural. El mensaje es que la belleza, la reflexión y el arte de alta calidad no deben ser concesiones graciosas del poder, sino conquistas de la organización popular.

El momento más conmovedor y simbólico del evento resume este espíritu. Durante una presentación de danza, Un ensamble norteño, por cierto, el sistema de sonido falló por completo, y ante esto cerca de cien jóvenes bailarines, en lugar de paralizarse, tras unos segundos de perplejidad, continuaron su ejecución en silencio absoluto durante diez minutos, “volando sin música”, en perfecta sincronía y entrega.
El público, conteniendo la respiración, estalló en una ovación estruendosa al final, aquella coreografía silenciosa fue la metáfora perfecta de la resistencia: el arte y la comunidad persisten, creativas e imbatibles, incluso cuando se apagan los instrumentos convencionales de apoyo. Es la demostración de que lo esencial, es decir la disciplina, el compromiso, el mensaje colectivo, no depende de la tecnología, sino de la convicción humana.

El Encuentro de Teatro de Tecomatlán, más allá de las etiquetas, nos plantea preguntas incómodas y necesarias. ¿Por qué el teatro “oficial” a menudo parece tan alejado de estas vitalidad y relevancia social? ¿Cuánto potencial artístico y transformador yace dormido en las comunidades del país, a la espera de un canal de organización y no solo de un subsidio?
El movimiento Antorchista, ha logrado algo innegable: demostrar que el teatro puede ser una escuela masiva de conciencia, un espacio donde el pueblo no solo asiste a ver obras, sino que se ve a sí mismo en ellas, discute su realidad y fortalece, a través de la belleza y la reflexión compartidas, su capacidad para transformarla.

Al final, como bien nos dimos cuenta muchos durante el evento, el escepticismo fuera de antorcha es comprensible, pues suena a utopía realizada. Pero la invitación está abierta: asistir, ver, comprobar.
En un rincón de la Mixteca Poblana, el teatro está vivo, es del pueblo y, sobre todo, le devuelve al pueblo una imagen de su propia fuerza, dignidad y anhelo de belleza. Ese, tal vez, sea el acto educativo más revolucionario de todos.
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