Las cifras, frías y contundentes, no mienten, pero su verdad palidece frente al latido acelerado al caminar por la noche, al nudo en el estómago al usar el transporte público, al susurro de advertencia que nos acompaña en la simple tarea de sacar dinero de un cajero.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) ha vuelto a poner un espejo frente a la sociedad mexicana con la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del segundo trimestre de 2025, y el reflejo es desolador.
La exigencia ciudadana debe ir acompañada de una estrategia gubernamental inteligente y multidimensional. Atacar sólo los síntomas con operativos policiales es insuficiente.
La percepción de inseguridad no sólo es alta, es una curva ascendente que se clava como un puñal en la confianza colectiva: 63.82 % de los mexicanos se sienten inseguros en su ciudad, un aumento significativo frente al 59.4 % del mismo periodo en 2024.
Detrás de este porcentaje hay una realidad desgarrada. Seis de cada diez adultos, la fuerza productiva y social del país, respiran este clima de zozobra.
Pero si hay una cifra que debe incendiar la conciencia nacional es esta: siete de cada diez mujeres viven con el temor constante de sufrir un acto violento. Esto no es una percepción abstracta; es el eco de pasos en la oscuridad, es el miedo en el transporte, es la violencia machista y criminal que se entrelazan hasta formar una jaula invisible que limita la libertad de la mitad de la población.
La inseguridad en México tiene, indudablemente, rostro de mujer, y su grito de angustia es el termómetro más preciso de nuestra enfermedad social.

El mapa del miedo se dibuja con nombres propios que ya resonaban en nuestro imaginario colectivo, pero que ahora se ven reforzados por datos escalofriantes. Culiacán (90.8 %), Ecatepec (90.7 %), Uruapan (89.5 %), Tapachula (88.1 %), Ciudad Obregón (88 %), Chimalhuacán (84.7 %) y Puebla (84 %) no son sólo puntos en una lista de las ciudades más inseguras.
Municipios donde la vida cotidiana se ha transformado en una estrategia de supervivencia. La reciente noticia del asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no es un hecho aislado; es un mensaje siniestro de la impunidad que campa a sus anchas. Si quien ostenta un cargo público puede ser alcanzado, ¿qué esperanza le queda al ciudadano de a pie?
El robo de los aires acondicionados de una escuela secundaria en la Mixteca Poblana, por otro lado, simboliza una sordidez aún mayor: la delincuencia no sólo arrebata vidas, sino que saquea el futuro, robándole a los jóvenes hasta el mínimo confort para su educación.
Estos hechos ponen, una vez más, en el ojo del huracán a la estrategia federal de seguridad. La pregunta que reverbera en las calles, en los hogares, en las pláticas de café es simple y demoledora: ¿dónde está el Estado?
La sensación generalizada es que los grupos delincuenciales se mueven con una libertad insultante, mientras la autoridad parece limitarse a gestionar el desastre, no a prevenirlo o erradicarlo de fondo. La política de “abrazos, no balazos”, cualquiera que sea su interpretación, choca contra el muro de una realidad sangrante que exige respuestas más contundentes y eficaces.

Los mexicanos no piden milagros, piden presencia, acción y resultados. El pueblo pide que se aplique, de una vez por todas, toda la fuerza del Estado para garantizar el derecho fundamental a vivir en paz.
Los espacios que deberían ser de tránsito y conexión se han convertido en territorios de ansiedad. El 72.2 % se siente inseguro en los cajeros automáticos, el 65 % en el transporte público, el 63.7 % en la calle y el 57.9 % en la carretera. Son los escenarios de nuestra vida diaria, los lugares que nos definen como sociedad urbana, y los hemos cedido al miedo.
Esta normalización del peligro es el triunfo más perverso de la delincuencia. Cuando matar o acribillar a una persona deja de ser una noticia escandalosa para convertirse en un titular más, hemos perdido algo esencial de nuestra humanidad.
Ante este panorama, el llamado a la unidad y a la acción es imperativo. No podemos permitir que el miedo nos paralice. Levantar la voz y “protestar por la paz” no es un acto retórico, es una necesidad de supervivencia cívica. La sociedad civil, las empresas, los medios de comunicación y cada ciudadano debemos exigir, de manera coordinada y constante, que la seguridad sea la prioridad absoluta.

Sin embargo, la exigencia ciudadana debe ir acompañada de una estrategia gubernamental inteligente y multidimensional. Atacar sólo los síntomas con operativos policiales es insuficiente.
Este mal, como muchos otros, hunde sus raíces en la pobreza y la marginación. La falta de oportunidades, la deserción escolar, la fractura del tejido social son el caldo de cultivo perfecto para que el crimen encuentre reclutas.
Es urgente que el Gobierno, en sus tres niveles, invierta recursos no sólo en más patrullas y armamento, sino en educación, en programas sociales efectivos, en generación de empleo y en la reconstrucción del contrato social. La seguridad no se logra sólo con fuerza, se construye con justicia y equidad.
Las cifras del Inegi son un diagnóstico brutal. El asesinato de un alcalde, el robo en una escuela, las desapariciones son síntomas de una fiebre que quema al país.
Es hora de que el grito por “Un México en paz” deje de ser un eco en las estadísticas y se convierta en el motor de una transformación nacional real. Nuestra tranquilidad, nuestro futuro y nuestra dignidad están en juego. Es momento de que la sombra de la inseguridad deje de alcanzarnos.
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