MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Después del huracán, sólo quedan promesas rotas

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Los huracanes “Otis” (2023) y “John” (2024) no fueron sólo fenómenos meteorológicos extremos que azotaron las costas de Guerrero, fueron espejos implacables que reflejaron décadas de abandono institucional, desigualdad estructural y una gestión pública que ha fallado sistemáticamente a sus ciudadanos más vulnerables.

La verdadera catástrofe no está en los vientos del huracán “Otis”, sino en las décadas de decisiones políticas que dejaron a millones de personas indefensas a su paso.

Han pasado dos años del paso devastador de “Otis” y casi uno del impacto de “John”; el panorama que emerge no es sólo el de una tragedia natural, sino el de una crisis de gobernanza que exige una preocupación profunda sobre nuestras prioridades como sociedad.

Las estadísticas son contundentes. Mientras que la media nacional de hogares sin drenaje se ubica en 11.67 %, en Guerrero alcanza hasta el 30.12 %. En cuanto al acceso al agua entubada, la brecha es aún más dramática: el 34.48 % de los guerrerenses carecen de este servicio básico, comparado con el 11.05 % a nivel nacional.

Estos números no son simples datos; reflejan el abandono de un gobierno que no se preocupa por reducirlos ni por mejorar la calidad de vida de los guerrerenses. A esto hay que sumar que, cada cierto tiempo, la naturaleza vuelve a azotar a Guerrero, lo que dificulta aún más la rehabilitación de los afectados.

El huracán “Otis”, con daños estimados entre 15 y 16 mil millones de dólares, no solo destruyó infraestructura física: expuso la fragilidad de un modelo de desarrollo turístico que construyó hoteles de lujo sobre cimientos de desigualdad social. Acapulco, esa postal turística que durante décadas vendió el paraíso tropical al mundo, reveló su otra cara: la de una ciudad donde casi un millón de habitantes viven en condiciones de vulnerabilidad extrema, sin la infraestructura básica que podría mitigar el impacto de estos fenómenos.

La respuesta gubernamental tras estos desastres ha seguido un patrón preocupante: ayuda inmediata insuficiente y reconstrucción a medias. El apoyo de 8 mil pesos por familia afectada tras el huracán John, aunque necesario, es apenas un paliativo que no aborda las causas estructurales.

Las 12 mil despensas y los 96 mil litros de agua distribuidos, si bien urgentes, representan medidas reactivas que no construyen resiliencia a largo plazo.

A dos años de “Otis”, Acapulco y Coyuca “aún lucen devastados”, según las declaraciones de los propios habitantes afectados. Esta realidad expone la incapacidad del Estado mexicano para ejecutar procesos de reconstrucción efectivos que no solo restauren lo perdido, sino que construyan algo mejor.

La reconstrucción se ha convertido en un ejercicio de simulación donde se restaura la apariencia sin fortalecer la estructura.

Quizás el aspecto más alarmante de esta crisis es la situación de la infraestructura hidráulica. Cuando el 30 % de la población carece de drenaje adecuado, cada tormenta se convierte en una amenaza real. Las inundaciones no son consecuencias inevitables de los huracanes, son el resultado predecible de décadas de inversión insuficiente en infraestructura básica.

Las 47 muertes y 60 desapariciones por “Otis”, las veinte víctimas fatales de “John”, las 4 mil 877 personas evacuadas, las 5 mil refugiadas en albergues temporales: estos son los datos “oficiales” que nos informa el gobierno. Pero ¿y los demás muertos después del huracán no cuentan? Son familias destruidas, vidas truncadas, comunidades desarticuladas por la combinación letal de fenómenos naturales extremos y abandono estatal.

Los 200 mil hogares dañados por “Otis” representan no sólo pérdidas materiales, sino el desmoronamiento de proyectos de vida construidos con el esfuerzo de generaciones. Cuando el 80 % de los hoteles resultan afectados, no sólo se pierde infraestructura turística; se evapora la principal fuente de empleo de una región que depende casi exclusivamente de esta actividad económica.

La tragedia de Guerrero no puede seguir interpretándose como una serie de “desastres naturales” inevitables. Es hora de reconocer que estamos ante desastres sociales amplificados por fenómenos meteorológicos. 

La verdadera catástrofe no está en los vientos de 250 km/h del huracán “Otis”, sino en las décadas de decisiones políticas que dejaron a millones de personas indefensas ante su paso.

Ya inició la temporada de lluvias y el cambio climático garantiza que fenómenos como “Otis” y “John” volverán a llegar a las tierras guerrerenses. La pregunta no es si habrá más huracanes; la pregunta debe ser: ¿cuando lleguen encontrarán una sociedad preparada o seguirán cobrando un precio desproporcionadamente alto en vidas y sufrimiento humano?

Guerrero merece algo mejor. Sus habitantes han demostrado una y otra vez su capacidad de resistencia y reconstrucción. Es hora de que sus instituciones estén a la altura de esa dignidad y fortaleza. El tiempo se agota: ya estamos en la temporada de lluvias y huracanes, por ejemplo, “Erik”, que, con su paso por las costas de Oaxaca y Guerrero, dejó un sinnúmero de desastres y afectará a la gente trabajadora de estos estados.

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