MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

CRÓNICA | ¿Vivir para trabajar o trabajar para vivir?

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Cada vez que suena mi despertador en la madrugada y veo todo oscuro, sólo puedo pensar: ¿por qué me despierto tan temprano si no soy nadie? Odio mi trabajo. Hago lo mismo una y otra vez, como si estuviera pagando un pecado de esta vida o de alguna pasada. No lo sé. Pero cuando veo a mis hijos, José y Mariana, soñando tranquilos, todo se me olvida. Porque sé que hay personas que confían en mí y que me necesitan. Y es por eso que, cada día, decido dejar de lado mi cansancio y comenzar mi jornada.

No podemos permitir que nuestra existencia se reduzca a ser una máquina de producir, una pieza más en el engranaje de una sociedad que nos exige sin dar nada a cambio.

Cuando alguien se levanta tan temprano, puede notar detalles que otros nunca ven. Por ejemplo, cómo tus pisadas son lo único que se escucha a tu alrededor, como si estuvieras completamente solo. Son sensaciones a las que uno se acostumbra con el tiempo.

Ni siquiera los pájaros han despertado. Lo único que se oye es mi máquina de café, que se convierte en mi compañera silenciosa. Ese café es lo que me mantiene de pie cuando ya siento que voy a rendirme.

Después de alistarme, me tomo unos segundos para despedirme de mi familia. Aunque no me escuchen, cada mañana les digo, en silencio, lo mejor que tengo en mi corazón. No necesito que me respondan; sé que lo sienten.

Mi esposa, Ana, siempre me sonríe antes de seguir durmiendo, y me deja un beso en la mejilla, como si el cansancio de la noche anterior se fuera con el roce de sus labios. 

Tomo mi chamarra con el logotipo de la empresa. Aunque Chihuahua sea desértico, a esta hora hace frío. Esa chamarra, junto con el gafete que me identifica como un número más, me recuerda dónde estoy. A veces siento que llevo un grillete, no una prenda, pero así es la vida: quienes no tenemos vivimos de los que tienen todo.

Camino 40 minutos hasta la parada del bus. Durante ese trayecto, observo cómo la ciudad duerme, envuelta en un silencio que parece eterno. Al llegar a la parada, sólo me acompaña la luna.

Cuando por fin llega el camión, noto que todos los pasajeros llevan la misma mirada: ojos cansados, cuerpos ausentes, pensamientos distantes. Todos sabemos lo que nos espera. Mario, el hombre que siempre se sienta junto a la ventana, me mira como si leyera mis pensamientos. Él también ha pasado por esta rutina mil veces, igual que yo.

Las maquilas siempre están en las orillas de la ciudad, ya sea al norte, sur, este u oeste. Eso significa que el camino es largo, y que en ese trayecto uno ve cómo la oscuridad da paso, lentamente, a la luz. Las calles, antes vacías, comienzan a llenarse de autos. Lo que debería ser una hora se convierte en tres, por el tráfico denso y sin sentido; tiempo que podríamos usar en casa, con nuestras familias, con nosotros mismos. Pero no. Vivimos atrapados.

En cada semáforo, me encuentro con la mirada vacía de Ramiro, el chofer del camión. Ya se sabe de memoria los baches y las curvas. Lleva años en este trabajo.

Después de una jornada de nueve horas, lo único que uno desea es volver a casa lo antes posible, para vivir un poco. Pero otra vez nos espera el tráfico infernal. Creí que mudarme de Ciudad Juárez a Chihuahua cambiaría las cosas, pero no fue así. Cambié de ciudad, pero no de vida. Sigo sin ver a mi familia como quisiera.

Cuando por fin llego a casa, ya es de noche. Mis hijos están por dormir. Sólo nos decimos un rápido “¿cómo te fue?” y se acabó el día. Mi única distracción es ver un poco de televisión antes de caer rendido por el cansancio.

Ana me prepara algo de cenar, pero ya es tarde para conversar. A veces siento que ella también está tan agotada como yo, atrapada en su propio ciclo.

Esto no es exclusivo de Chihuahua. Es la realidad de millones en México y en el mundo. Tal vez estamos condenados a vivir así, o tal vez no. Las cosas podrían mejorar: mejores calles, transporte público digno, opciones más rápidas, ciudades pensadas para las personas. Pero eso parece imposible en una sociedad donde cada quien vela por sí mismo. Donde buscar el bienestar común es visto como una debilidad.

Aun así, guardo la esperanza de que algún día podamos realmente vivir, no sólo sobrevivir. Eso, sin embargo, dependerá de todos nosotros.

La sociedad en la que vivimos está diseñada para que siempre estemos en movimiento, siempre ocupados. El trabajo, el tráfico, las prisas, todo eso consume nuestra energía y, con el paso del tiempo, nuestra salud mental y física. Nos acostumbramos a vivir en este ciclo, creyendo que no hay otra opción.

El sueño de una vida mejor se convierte en un simple suspiro, una fantasía que dejamos de lado cada vez que nos enfrentamos a la realidad de un nuevo día. Pero, ¿qué pasaría si hiciéramos una pausa? Si nos diéramos cuenta de que estamos viviendo sólo para trabajar y no trabajando para vivir.

El cansancio mental es igual de perjudicial que el físico. Y es que, aunque nuestro cuerpo se ve afectado por las largas horas de trabajo, la verdadera carga es emocional. Ver cómo se nos escapan los momentos importantes con nuestra familia, cómo nuestros hijos crecen sin que tengamos tiempo para acompañarlos, cómo las relaciones se enfrían porque siempre estamos ausentes, aunque estemos en casa. Este es un precio que no se refleja en el recibo de pago, pero que se siente en el corazón.

Es cierto que todos necesitamos trabajar, pero también es cierto que necesitamos vivir. Vivir plenamente, disfrutar de las pequeñas cosas que hacen que cada día valga la pena. No podemos permitir que nuestra existencia se reduzca a ser una máquina de producir, una pieza más en el engranaje de una sociedad que nos exige sin dar nada a cambio. Vivir para trabajar o trabajar para vivir debería ser una elección, no una obligación.

Ojalá que, algún día, podamos crear un equilibrio donde trabajar no sea sinónimo de sacrificio constante, donde tengamos el tiempo y la oportunidad de disfrutar de las personas que amamos, de los momentos que realmente importan. Puede que ese futuro no esté cerca, pero no debemos perder la esperanza. Porque, al final, la vida es mucho más que el trabajo que hacemos: es la conexión con los demás, la posibilidad de soñar y, sobre todo, el derecho a vivir de verdad.

Nada cambiará mientras el poder siga en manos de quienes nunca han vivido el sacrificio de la gente común. El sistema actual está diseñado para que los de arriba sigan ganando, mientras los de abajo sólo sobreviven.

La verdadera transformación llegará sólo cuando cambiemos la forma de gobernar, cuando las decisiones de quienes nos representan respondan a las necesidades de todos, no sólo de unos pocos. Mientras eso no suceda, seguiremos atrapados en un ciclo donde trabajar no es vivir, sino un castigo.

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