*Un centenar de jóvenes de distintas regiones se unieron para llevar danzas tradicionales purépechas a escenarios nacionales y reafirmar su identidad cultural mediante el arte
Todo comenzó un lunes cuando nos dieron la gran noticia de que la Espartaqueada Cultural 2025 se aproximaba. No teníamos ni siquiera idea de lo que podríamos hacer, ni de cómo íbamos a resolver la cuestión de la danza, ya que somos un grupo nuevo y prácticamente la mayoría de nosotros no sabía bailar. En ese momento, ni siquiera imaginábamos que terminaríamos representando a todo Michoacán.
Comenzamos con la idea de los Matlachines, una danza vibrante pero que no representa de manera directa las raíces de nuestro estado. Después, con el cambio de maestro, se dio un giro total. Surgió el cuestionamiento colectivo: ¿cómo es posible que, siendo de Michoacán, un estado tan vasto en tradiciones, no podamos representar algo genuinamente nuestro? Fue ahí donde surgió una llama, una necesidad de descubrirnos como cultura.
Nos sentamos en grupo: Uruapan y Morelia, casas hermanas de lucha y estudio. Platicamos, debatimos, propusimos y, con la guía de un maestro que tiene una vasta experiencia en danza regional, decidimos ir por algo más representativo: danzas tradicionales purépechas, poco presentadas en escenarios nacionales.
Fue entonces que surgieron nombres como Tzirío, Charapan, Angahuan y Ocumicho, lugares que no solo son municipios, sino guardianes de tradiciones milenarias. Pero sabíamos que no bastaba con elegir una danza, había que respetar sus raíces.
En varias de estas danzas, como la de Tzirío, hay una tradición sagrada: pedir permiso a las autoridades comunales para poder presentarlas fuera de su contexto original.
Algunos compañeros emprendieron el viaje a sus comunidades de origen para dialogar con los jefes tradicionales; obtuvieron el permiso, no sin antes explicar el objetivo de esta presentación. Esto fortaleció nuestro sentido de pertenencia, pues ahora no solo llevábamos trajes: llevábamos el permiso, el honor y la responsabilidad de compartir el alma de nuestra tierra.
Los ensayos comenzaron. Al principio sin pies ni cabeza. El grupo era grande: éramos casi 100 jóvenes entre Uruapan y Morelia, con compañeros no solo de Michoacán, sino de Guerrero, Oaxaca, Veracruz y más. La distancia fue un desafío: sólo los fines de semana podíamos ensayar todos juntos. Los sábados y domingos se convirtieron en días sagrados para reunirnos, organizarnos y ensayar.
Las primeras semanas fueron duras: algunos no sabían zapatear, otros no lograban coordinar, y algunos se frustraban por no poder con el ritmo. Pero nunca nos rendimos. La motivación vino del compañerismo, de ese empujón que a veces solo un hermano de lucha puede darte. Poco a poco, las danzas tomaron forma.
Aquel día, las calles se llenaron de música purépecha, de zapateados firmes y de vestuarios que ondeaban con cada giro. Familias enteras se detenían para vernos bailar.
Uno de los momentos clave fue el ensayo general en la Pérgola de Uruapan. No era cualquier ensayo: era la primera vez que nos presentábamos frente a un público real. Padres de familia, ciudadanos curiosos y compañeros estudiantes. Fue una mezcla de nervios, alegría y mucha improvisación.
El escenario nos quedó chico, pero el corazón nos quedó grande; la respuesta del público fue cálida y muy generosa. Fue ese ensayo el que nos hizo darnos cuenta del verdadero alcance de lo que hacíamos.
Pero no todo fue bailar, nos faltaban los vestuarios. Michoacán es famoso por la riqueza y colorido de sus trajes, pero también por su elevado costo. Acudimos a presidencias municipales, a asociaciones culturales. Organizamos colectas cada fin de semana en plazas públicas. Cada moño, cada sombrero, cada trenza fue una conquista. Aun sin vestuario completo, nunca dejamos de ensayar.
Además del vestuario, estaba el tema del transporte; ir a Tecomatlán, Puebla, con un contingente tan grande, no era sencillo. También ahí hubo que gestionar, pedir, argumentar, convencer. Y todo fue dándose. A veces por medio de acuerdos, otras por la insistencia organizada, pero finalmente, logramos subirnos al camión que nos llevaría a la Espartaqueada.
La llegada a Tecomatlán fue una experiencia transformadora. El calor, la emoción, el mar de jóvenes, el arte en cada rincón. Era nuestra hora. Presentamos danzas como el Ritual a los elementos (una petición de permiso a los dioses), Guarukua, la danza de las Aguadoras, la de Charapan, la de Ocumicho, los Curpites de Angahuan y un colín final que integraba todas.
Nuestro esfuerzo fue recompensado: obtuvimos el segundo lugar en la categoría libre estudiantil; un premio que no simbolizaba sólo una medalla, sino el reconocimiento al esfuerzo de más de tres meses de ensayo, colectas, organización, viajes y hermandad.
Después de nuestro regreso triunfal de Tecomatlán, entendimos que nuestra responsabilidad no terminaba ahí. Organizar una presentación en Uruapan era una forma de agradecer, de compartir y de reforzar el compromiso con la cultura. Y lo hicimos a lo grande: en el tianguis artesanal más grande de Latinoamérica. El lugar, rebosante de colores, olores y gente, se convirtió en el escenario perfecto para compartir nuestra historia.
Aquel día, las calles se llenaron de música purépecha, de zapateados firmes y de vestuarios que ondeaban con cada giro. Familias enteras se detenían para vernos bailar, muchos emocionados hasta las lágrimas. No era una simple presentación: era una declaración, una muestra de que la juventud organizada puede darle vida al folclore con orgullo y pasión.
Juan Martín Nicolás Jiménez, nuestro representante, se dirigió al público con palabras que resonaron como un llamado: este grupo demostró que con disciplina, con unidad y con una causa justa, los jóvenes pueden cambiar su realidad. Esto no es un gasto: es una inversión en el alma del pueblo.
Este evento marcó el inicio de un compromiso más grande: convertir estas expresiones culturales en una constante, en una tradición activa que involucre a más jóvenes, a más comunidades.
La organización exhorta a las autoridades a seguir apoyando este tipo de iniciativas. No es el final, sino el punto de partida para que la cultura popular no solo se preserve, sino que florezca con fuerza renovada en cada rincón del país.
Con este tipo de actividades, la organización reafirma su compromiso de transformar la vida de los jóvenes a través del arte y la educación, y de seguir llevando la riqueza cultural de los pueblos al alcance de todos.
Las Casas del Estudiante Espartaco (Uruapan y Morelia) no solo aprendieron a bailar: aprendieron a resistir, a creer, a organizarse y a representar con dignidad la identidad de un pueblo.
Y no sólo nos quedaremos aquí, ahora llevaremos la cultura a cada rincón de nuestro estado como muestra de la gran labor que hace el Movimiento Antorchista por preservar y difundir las tradiciones.
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