Alguna vez el empresario estadounidense Warren Buffett, considerado uno de los inversionistas más grandes del mundo, además de ser el mayor accionista, presidente y director ejecutivo de Berkshire Hathaway –un “holding” o estructura empresarial en que la compañía matriz posee la mayoría de las acciones de otras empresas subsidiarias o filiales–, dijo: “Sí, hay una guerra de clases, es la clase rica la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”.
A pesar de que esta frase encierra una gran verdad, mucha gente ve la lucha de clases como algo ajeno, como un fenómeno alejado de su realidad. Otros más consideran que el tema no deja de ser parte de las llamadas “teorías de la conspiración” elaboradas para entretenimiento de “gente sin quehacer”.
Las clases medias y bajas no muestran interés por conocer en qué consiste la lucha de clases y qué hay que hacer para enfrentarla.
Empezando por el hecho mismo de negar la existencia de las clases sociales, nos enfrentamos ante un desconocimiento casi total acerca de a qué clase pertenecemos; y a veces dudamos de la existencia de la lucha de clases como tal, que tiene como finalidad hacer que los intereses de una de ellas prevalezcan sobre las otras. Pero hay otros casos en los que, a pesar de saber dentro de qué clase social estamos clasificados con arreglo a nuestros ingresos, no lo aceptamos, porque a nadie le gusta ser catalogado como de clase baja; lo menos que estamos dispuestos a aceptar es ubicarnos en la clase media.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), con base en las cifras de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares, dio a conocer en agosto de 2023 las diferentes clases sociales que existen en México; las cuales, en aras de simplificar, podemos reducirlas a tres: la clase alta, la clase media y la clase baja; todas ellas definidas por la cantidad de dinero que percibe mensualmente el jefe de familia.
De acuerdo con esta información, las personas consideradas como clase alta perciben al mes un ingreso superior a los 77 mil 755 pesos; mientras que aquellas que pertenecen a la clase media perciben en promedio 22 mil 927 pesos mensuales; por su parte, quienes están por debajo de estos ingresos son inevitablemente de clase baja.
El estudio abunda que “vivimos en un país con altos índices de desigualdad”, puesto que, de una población total de 126 millones 760 mil personas, solo un millón 23 mil son clase alta y 47 millones 201 mil son clase media; por tanto, 78 millones 536 mil habitantes se clasifican en la clase baja.
El libro Conferencias Obreras, Tomo I, recomienda que, para saber a qué clase pertenecemos, nos hagamos tres preguntas: 1º ¿Somos dueños de los medios de producción o solo contamos con nuestros brazos y nuestros conocimientos para trabajar?; 2º ¿Cómo participamos en el proceso de producción, a través de segundas o terceras personas, o lo hacemos de manera directa con nuestras manos? y 3º ¿Cómo obtenemos nuestro ingreso, en forma de utilidades o en forma de salario?
Si a las tres preguntas respondemos con la primera opción –es decir, que somos poseedores de algún medio de producción como fábricas o grandes empresas y participamos en el proceso de producción a través de gerentes, supervisores, empleados, etcétera, y recibimos nuestros ingresos en forma de utilidades o ganancias–, significa que pertenecemos a la clase alta.
En cambio, si respondemos con la segunda opción, porque sólo contamos con nuestra fuerza de trabajo; participamos en el proceso de producción de manera directa y nuestros ingresos los obtenemos en forma de salario, entonces pertenecemos a la clase baja o clase trabajadora.
Por otro lado, el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) señala que el 74 % de los mexicanos que nacen en pobreza no logran superar esta condición a lo largo de su vida. Esto significa que aproximadamente siete de cada diez personas nacidas en pobreza permanecerán en esa situación hasta su muerte. Y, aunque en regiones como la zona sur del país el porcentaje empeora con un 86 % y en la zona norte es menos crítico, con el 54 %, difícilmente se puede lograr, por medios individuales, ascender en la escala social.
Volviendo al inicio de la presente colaboración, vemos que, mientras la clase alta dirige conscientemente la guerra y la está ganando, tal y como lo dice Warren Buffett, las clases medias y bajas no muestran interés por conocer en qué consiste la lucha de clases y qué hay que hacer para enfrentarla; entretenidos como estamos en velar por nuestra propia subsistencia o luchando por ascender a una clase social superior, preferimos ignorar lo que sucede a nuestro alrededor, como si con ello desapareciera de nuestra realidad.
Pero nada de eso es casual; las clases altas cuentan con sistemas cada vez más complejos y sofisticados para que la gran mayoría de la población –que, como ya vimos, pertenece a las capas más desfavorecidas– se mantenga aislada e indiferente hacia los temas de mayor trascendencia.
Para ello influyen en los planes y programas de estudio en los diferentes niveles educativos; se valen de las creencias religiosas, de la filosofía, de culturas que nos enajenan, de la música, de los programas de televisión, de los noticieros, de las modas y tendencias promovidas desde los centros de poder, de acuerdo con los intereses de las clases dominantes.
Por si este mecanismo no fuera suficiente, utilizan todos los recursos tecnológicos y científicos más avanzados para controlar lo que vemos y oímos a través de las redes sociales y para vigilarnos mediante nuestros dispositivos electrónicos:
“Desde los primeros instantes de la publicación de estas líneas, cuando usted recién hasta ahora esté pensando en su acuerdo o desacuerdo con lo expuesto aquí, los omnipresentes tentáculos de la inteligencia artificial le estarán entregando este análisis a la cabeza del monstruo, cuyo cerebro es un cúmulo de Datos Grandes, que, a través de nombres clave, en cuestión de segundos, detecta en todas las redes y en todos los idiomas del mundo la información sobre sus temas de interés y elabora inmediatamente informes completos para el tal vez más hábil de los servicios de inteligencia de Occidente: la agencia británica MI6”, nos dice el articulista Oleg Yasinsky en un trabajo publicado por RT el pasado 29 de junio bajo el título Proyecto Hidra: El MI6 y su nueva directora Blaise Metreweli (que, por cierto, es nieta de un criminal de guerra nazi de la 2ª Guerra Mundial).
Agrega que “el trabajo real lo hacen (no los espías tipo James Bond) sino los hábiles dedos de un operador en una oficina, que interconecta la información que le llega de distintas fuentes y la convierte en propuestas de políticas para los gobiernos, que implican movimientos de tropas y de capitales, golpes de Estado, campañas mediáticas, sanciones, lanzamientos de drones y misiles, premiaciones internacionales y asesinatos selectivos”.
Por su parte, el portal Rebelión, en un trabajo titulado Las élites y el complejo digital-militar-industrial de Estados Unidos publicado el 7 de julio pasado, nos habla de “el surgimiento de un nuevo poder oligárquico que trasciende las fronteras entre el Estado, las finanzas y la tecnología. En el centro de este fenómeno se encuentra el Complejo Digital-Militar-Industrial (DMIC), una evolución del tradicional military-industrial complex que Dwight Eisenhower advirtió en 1961, pero amplificado por el dominio de las grandes tecnológicas y su integración simbiótica con el aparato de seguridad nacional estadounidense.
Este entramado no se limita al cabildeo por contratos de defensa; redefine prioridades estratégicas, moldea doctrinas militares e incluso influye en la política exterior. Empresas como Microsoft, Amazon, Google (Alphabet) y Palantir están a la vanguardia de tecnologías críticas: inteligencia artificial (IA), sistemas autónomos, ciberseguridad y vigilancia masiva. Su experiencia las ha vuelto indispensables para el Pentágono y las agencias de inteligencia, otorgándoles un poder sin precedentes. No sólo proveen herramientas, sino que determinan qué se considera una amenaza y cómo debe responderse a ella. Es decir, cómo debe configurarse la doctrina militar y la política exterior”.
En pocas palabras, estas empresas tecnológicas de avanzada son dirigidas por personas que posteriormente encabezan las oficinas de inteligencia de los gobiernos y viceversa; de esta manera aseguran que las prioridades corporativas coincidan con las políticas gubernamentales.
Como podemos ver, la lucha de clases, que debiera ser la pugna constante por hacer valer nuestros intereses, se ha convertido, gracias al enorme poder que han acumulado las clases altas, en una lucha unilateral, donde las clases pobres o medias, en el estado actual de cosas, no tienen ninguna esperanza de triunfo.
En resumen, por un lado las clases altas, conscientes de su reducido número, se han unido y han acaparado para sí todo el poder político, económico, científico, tecnológico, mediático e incluso militar; y, por el otro, las clases medias y bajas nos encontramos divididas por pequeñas diferencias de ingreso, religión, partido político y todo tipo de banalidades. ¿Qué esperamos para unirnos y hacer valer nuestros derechos como clase social?
Decía Tomás Bulat, un economista y periodista argentino, que “cuando se nace pobre, estudiar es el mayor acto de rebeldía”; por lo tanto, hay que conocer la ciencia, pero también hay que estudiar nuestra realidad para entender los fenómenos sociales, políticos y económicos que suceden a nuestro alrededor; hace falta hacer a un lado nuestras diferencias, unirnos y luchar todos bajo una misma bandera.
Sólo de esa forma nuestro número, que es bastante y supera cientos y tal vez miles de veces el número de las clases altas, tendrá un peso real y hará inclinar la balanza a nuestro favor.
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