MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Organizarse o morir, el legado de los mártires antorchistas

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El 6 de junio no es una fecha cualquiera para el Movimiento Antorchista Nacional. Es un día que encapsula medio siglo de resistencia, sangre y esperanza. Cada año, nuestra organización conmemora a sus mártires, hombres y mujeres cuyas vidas fueron truncadas por balas asesinas, pero cuyos ideales siguen vivos en la lucha por un México más justo. Tecomatlán, Puebla, se convierte así en el epicentro de un homenaje que trasciende el luto: es un acto político, cultural y revolucionario que reafirma el compromiso con los pobres.

Cada militante caído es semilla de transformación; una idea que resuena en las marchas luctuosas de Tecomatlán año con año, donde el dolor se transforma en consigna.

Los mártires antorchistas no son figuras abstractas. Fueron luchadores como Clara Córdova Morán y Gabriel García Hernández, asesinados por defender derechos básicos en una región donde ser antorchista era un “delito”.

Sus historias, como las de decenas más, reflejan la crudeza de una batalla contra fuerzas oscuras (caciques, poderes fácticos y un Estado cómplice) que han intentado silenciar, una y otra vez, las demandas de justicia social. Morir por Antorcha no es morir; es vivir. La analogía con el Cid Campeador, que ganaba batallas después de muerto, no es casual: los mártires antorchistas siguen movilizando a miles.

Este año, la conmemoración en el Teatro “Aquiles Córdova Morán” (nombrado en honor a nuestro secretario general) no solo honra su legado, sino que expone una paradoja mexicana: mientras el gobierno actual se jacta de una “Cuarta Transformación”, 78 % de la población (98 millones) vive en pobreza, según datos citados por investigadores como Julio Boltvinik.

La retórica oficial choca con una realidad donde la inflación, la precariedad laboral y el control del crimen organizado en ciudades gobernadas por Morena desmienten el eslogan de “primero los pobres”.

El antorchismo surge precisamente como contrapeso a esta simulación. Su crítica no es solo contra un partido, sino contra un sistema que perpetúa la desigualdad. La riqueza producida socialmente se concentra en una minoría que, además, ha mercantilizado hasta los recursos naturales (agua, electricidad, tierra).

La respuesta gubernamental, atribuir la pobreza a la “falta de esfuerzo” o reducirla a un problema de corrupción, es un insulto a la inteligencia colectiva.

El Movimiento Antorchista denuncia que la llamada “democratización del poder judicial” es una farsa que entregará la justicia a intereses partidistas. Basta ver cómo las élites políticas, incluso las autodenominadas “progresistas”, reproducen las mismas dinámicas de opresión: clientelismo con programas asistencialistas (como las tarjetas de bienestar), negligencia en salud pública y una seguridad social colapsada. La pregunta es inevitable: ¿transformación para quién?

Frente a esto, el antorchismo propone algo radical: la organización popular como única vía para conquistar el poder político. Dos millones de militantes en 50 años demuestran que hay sed de alternativas.

Pero su fuerza no radica sólo en números, sino en una convicción: la lucha no es individual, sino colectiva. Cada militante caído es semilla de transformación. Esta idea resuena en las marchas luctuosas de Tecomatlán año con año, donde el dolor se transforma en consigna.

Antorcha desmonta el mito de la “izquierda” oficial. Morena, lejos de ser un proyecto emancipador, ha perpetuado el neoliberalismo con rostro humano. Antorcha, en cambio, insiste en que la verdadera izquierda debe nacer desde abajo, con educación política y movilización constante. No es casual que sus enemigos históricos (los mismos que hoy gobiernan) hayan intentado exterminarla.

Los mártires antorchistas no murieron por una quimera. Su ideal de un México sin pobreza, con riqueza distribuida y acceso universal a derechos, es tan urgente como posible. Pero requiere algo que el sistema teme: un pueblo consciente y unido.

La invitación a sumarse a Antorcha no es sólo un llamado a la protesta, sino a la construcción cotidiana de alternativas: comedores comunitarios, escuelas, teatros, brigadas de salud.

En un país donde la desesperanza es mercancía política, el 6 de junio es un recordatorio incómodo: la lucha sigue. Y mientras el gobierno insista en que “vamos bien”, habrá quienes, como los antorchistas, levanten la bandera de los que ya no están para decir: nosotros estamos de pie.

Honrar a los mártires no es nostalgia; es tomar su antorcha. En un México fracturado por la desigualdad, el antorchismo encarna la resistencia de quienes creemos que otro mundo es posible. El desafío es enorme, pero la historia (y nuestros muertos) son prueba de que ni las balas ni el olvido pueden matar un ideal. La pregunta que queda es: ¿quién más se atreverá a caminar con nosotros?

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