MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

México está en crisis: algo tenemos que hacer

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En México se está gestando lo que muchos analistas ya califican como una crisis de ingobernabilidad: el día a día transcurre entre bloqueos carreteros, olas de inseguridad, un tejido institucional que parece resquebrajarse y un gobierno que, para muchos, ha perdido la brújula de la gobernanza y de la responsabilidad pública.

Cuando las instituciones que deberían sostener la movilidad, la justicia, la igualdad dejan de funcionar de forma adecuada, la gobernabilidad se debilita.

La lectura más cruda del panorama en materia de seguridad es escalofriante: de acuerdo con informes oficiales, entre el 1 de diciembre de 2018 y el 30 de marzo de 2024 se han sumado al menos 178 mil 463 personas asesinadas, de las cuales 173 mil 378 fueron catalogadas como homicidios dolosos. 

Hasta abril de 2024 la cifra ascendía ya a 180 mil 702 asesinatos, superando incluso los totales de sexenios completos anteriores. Otro estudio apunta a un promedio de 94 muertes violentas al día durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, equivalentes a una muerte cada quince minutos.

Este nivel de violencia se mezcla cotidianamente con bloqueos, protestas y acción de grupos del crimen organizado que desafían al Estado, lo cual mina la idea de que el orden público sigue siendo garantizado. Esa inseguridad, lejos de retroceder, parece haberse vuelto normalizada.

En paralelo a la crisis de seguridad, los indicadores sociales muestran tensiones severas: según datos de 2024, la pobreza en México se ubicó en el 29.6 % de la población, el porcentaje más bajo en los últimos años (datos del gobierno, que ya es cuestionable).

Pero esa lectura “positiva” oculta otras realidades: la pobreza laboral pasó de 35.1 % a 35.4 % entre el tercer y cuarto trimestre de 2024. Además, se estima que 44.5 millones de personas carecen de acceso a servicios de salud.

Pese a la retórica oficial de que “la pobreza baja”, la vulnerabilidad por carencias sociales se sitúa en un 32.2 % de la población. En otras palabras: se ha reducido la pobreza “oficial”, pero se ha incrementado la fragilidad social y el número de ciudadanos que sobreviven al límite.

La estrategia de “dar dinero” que ha promovido el gobierno morenista no ha generado las transformaciones estructurales necesarias. Muchos críticos señalan que tales programas actúan como paliativos y no como motores de movilidad social, inversiones productivas o reactivación económica sostenible. En efecto, regalar dinero sin generar empleos de calidad, sin construir infraestructura, sin fortalecer instituciones, sólo mantiene la crisis latente.

La crisis no sólo es de cifras sociales y de seguridad: también es institucional. El sistema de salud pública atraviesa una etapa crítica: la falta de acceso a servicios sigue creciendo, mientras que la infraestructura, el personal y la cobertura sufren erosión.

En educación, el rezago se amplía: escuelas en malas condiciones, maestros mal pagados, falta de recursos para tecnología y atención a la brecha. En el ámbito cultural, la inversión ha sido ad hoc, muchas veces más simbólica que sustancial, mientras el país necesita cultura, memoria y ciencia como herramientas de cohesión social.

Cuando las instituciones que deberían sostener la movilidad, la justicia, la igualdad dejan de funcionar de forma adecuada, la gobernabilidad se debilita. Y en México esa debilidad es visible.

Quiero decir fuerte y claro: las promesas de transformación han chocado con la realidad de corrupción que sigue permeando. Desde infraestructura abandonada hasta programas sociales sin transparencia, la acción del gobierno morenista ha sido señalada por la oposición y por los ciudadanos como poco eficiente, desordenada e incluso burlona frente a tragedias nacionales.

A ello se añade la imagen de calles con baches, carreteras sin mantenimiento, servicios públicos deficitarios: símbolos de un país que quedó atrapado entre discursos de cambio y realidades de estancamiento.

Y el campo no ha sido la excepción: los productores agrícolas, vitales para el tejido económico y social de muchas regiones, ellos, los que trabajan para que haya comida en cada hogar, han sido severamente castigados en este gobierno y en los anteriores.

Precios bajos, falta de apoyos puntuales, competencia desleal, falta de infraestructura oportuna: todas estas condiciones han generado un creciente malestar. Los bloqueos de caminos, las protestas de campesinos, los reclamos por fertilizantes o por precios de garantía evidencian que en las zonas rurales la crisis se siente con aún más intensidad.

Hoy más que nunca, la población tiene que ver claro que el descontento no es una parte menor del paisaje: es una señal clara de que algo está fallando. Gobernabilidad no es sólo seguridad, es también justicia, acceso, dignidad, instituciones que cumplan. Que los productores sientan que no están solos. Que los barrios sientan que su voz vale. Que los jóvenes entiendan que la educación, la salud, la cultura deben ser derechos y no limosnas. Que aquellos que se sienten burlados por promesas incumplidas sepan que no es el país que merecen.

La crisis de gobernabilidad seguirá mientras el cambio no llegue. Pero el cambio debe llegar, sí o sí. Y parte de ese cambio depende de nosotros, de nuestra decisión colectiva. Es hora de asumir que no podemos seguir dejando que la tragedia cotidiana sea aceptada como normal. Es hora de que México despierte y pelee por su dignidad.

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