En días recientes, pudimos observar una movilización de productores agrícolas en más de 20 estados de la República Mexicana: carreteras bloqueadas por tractores y maquinaria; cientos de productos del campo —desde limones hasta cebollas— arrojados al suelo en las principales ciudades y en las casetas de peaje. Esta fue la forma de protesta de miles de campesinos para exigir precios justos por sus mercancías. Según datos del gobierno de México, alrededor de 300 mil productores de diversas regiones del país se movilizaron el pasado 14 de octubre.
Frente a un panorama desolador, las protestas no son un simple desahogo, sino una manifestación de un sistema agroalimentario en estado crítico.
La manifestación no estuvo encabezada por los potentados del sector, entre quienes destacan Gruma (Maseca), Sigma Alimentos o Grupo Bimbo. De ninguna manera. Quienes se organizaron para luchar, como siempre, fueron los trabajadores del campo: aquellos que están indefensos ante los grandes monopolios del capital que, a fin de cuentas, como clase rica, son quienes deciden los precios finales de las mercancías con un solo objetivo: garantizar la máxima ganancia para sus propios intereses.
Lo ocurrido vuelve a demostrar una de las tantas formas de explotación del modo de producción capitalista, el cual prioriza la ganancia de los monopolios agroalimentarios por encima de la soberanía nacional. Algunos ejemplos permiten comprender la injusticia tan grande que se comete contra la clase trabajadora y quiénes son los verdaderos beneficiarios de los “precios de hambre” en las mercancías del campo:
Primero: el costo de producción de un kilo de maíz es de 5.5 pesos, pero el precio ofrecido a los productores es de 4.80 pesos. Así como lo lee: los productores tendrían que pagar por trabajar.
Segundo: Gruma necesita aproximadamente dos kilos de maíz para producir un kilo de harina (Maseca). Con el precio ofrecido, su costo de maíz utilizado sería de 9.60 pesos. Sin embargo, en los supermercados, ofrece dicho producto terminado en 25 pesos: un margen de ganancia bastante amplio para los verdaderos beneficiarios. ¿Y los trabajadores? Nada para ellos; hay que garantizar la máxima ganancia a los acaparadores.
Según datos del Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA), los costos de producción agrícola se han incrementado más de un 46 % en los últimos cinco años, mientras que los precios internacionales de los granos han caído más de un 40 % desde 2022. Esto afecta gravemente la rentabilidad de los productores. A lo anterior se suma un estancamiento productivo: entre 1994 y 2025, la producción nacional de granos creció solo un 18 %, mientras que el consumo aumentó un 147 %. Esto ha disparado las importaciones y reducido la autosuficiencia alimentaria, que pasó del 72 % al 42 % en tres décadas.
Se siguen priorizando los intereses de los grandes productores agroalimentarios, tanto nacionales como internacionales, sobre los productores locales. Pero no solo eso: los niveles de dependencia son alarmantes. México produce sólo el 49 % del maíz que consume, el 20 % del trigo y del arroz, el 80 % del frijol y apenas el 5 % de las oleaginosas. Ni siquiera somos capaces de garantizar nuestra propia alimentación.
En el contexto económico global, nuestra agricultura se hunde en una profunda crisis que se manifiesta en: dependencia alimentaria, control total de las transnacionales y del capital extranjero, desempleo rural, constante reducción de la superficie sembrada, baja productividad agrícola y el dominio del modelo económico agroexportador neoliberal, que genera ganancias en cultivos de alto valor comercial. Se privilegia la maximización de la ganancia en beneficio de la élite de capitalistas agrícolas —muchos de ellos extranjeros— en detrimento de la producción de alimentos básicos.
Frente a este panorama desolador, las protestas no son un simple desahogo, sino una manifestación de un sistema agroalimentario en estado crítico. La narrativa oficial suele culpar a las sequías o a la ineficiencia del pequeño productor. Sin embargo, estos son meros efectos secundarios de la enfermedad principal: un modo de producción que ha convertido un derecho fundamental —la alimentación— en un commodity sometido a la voracidad especulativa de unos cuantos.
La concentración del capital en gigantes como Gruma no solo distorsiona los precios, sino que estrangula las cadenas de suministro locales, impone paquetes tecnológicos costosos y determina qué se siembra y para quién. El resultado es esta paradoja perversa: un país con una riqueza agrícola histórica y una fuerza laboral campesina incansable, encadenado a la importación de granos básicos y viendo cómo sus productores se empobrecen por cumplir con su trabajo.
No debería sorprender que el estado mexicano y sus políticas gubernamentales jueguen únicamente un papel asistencialista, con apoyos económicos que apenas alcanzan para la manutención de las familias, pero que no permiten invertir de manera seria en las actividades agrícolas. La realidad nos coloca nuevamente en el mismo escenario: por un lado, la clase rica; por el otro, la clase trabajadora, a quien se le hace un llamado urgente: la única manera de transformar su realidad es tomar parte activa en la transformación de la sociedad.
Debe luchar por sus intereses inmediatos, como el establecimiento de precios de garantía, pero, sobre todo, debe organizarse con sus compañeros de clase y dar la lucha por el poder político del país. Sólo una vez en esa posición se podrá cambiar el modo de producción capitalista en México, causante de estos y muchos otros males que aquejan a la sociedad mexicana. No hay más.
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