El anuncio del gobierno de Claudia Sheinbaum sobre la reducción de la jornada laboral de 48 a 40 horas semanales ha generado un intenso debate en México. Presentada como un logro histórico para la clase trabajadora, la medida ha sido recibida con escepticismo por muchos, quienes la ven como una estrategia política más que como una solución real a los problemas estructurales del país.
¿Es esta reforma un paso hacia la justicia laboral o simplemente un espejismo en un sistema que sigue privilegiando al capital sobre el trabajo?
Reducir la jornada sin aumentar los salarios podría profundizar la explotación, obligando a los trabajadores a producir lo mismo en menos tiempo o a buscar empleos adicionales.
La lucha por la reducción de la jornada laboral no es nueva. Desde el siglo XIX, figuras como Robert Owen abogaron por las ocho horas diarias de trabajo, un lema que se convirtió en bandera del movimiento obrero mundial. En México, la Revolución de 1910 logró plasmar derechos laborales en la Constitución, pero la explotación y las largas jornadas persisten.
Hoy, con avances tecnológicos que permitirían producir más en menos tiempo, la resistencia patronal a reducir la jornada revela la contradicción inherente al capitalismo: la maximización de ganancias a costa del bienestar de los trabajadores.
El gobierno ha vendido la reducción a 40 horas como un acto de justicia social, pero su implementación “gradual y paulatina” (que casualmente coincidirá con el próximo ciclo electoral) despierta sospechas. Además, la reforma no aborda el problema central: los salarios indignos.
Según la OCDE, México es el país donde más se trabaja y menos se gana, con millones de trabajadores laborando más de 48 horas semanales para sobrevivir. Reducir la jornada sin aumentar los salarios podría profundizar la explotación, obligando a los trabajadores a producir lo mismo en menos tiempo o a buscar empleos adicionales.
Las largas jornadas tienen un costo humano. La OMS alerta sobre el aumento de muertes por enfermedades relacionadas con el exceso de trabajo, como cardiopatías y accidentes cerebrovasculares.
La reforma podría mejorar esas condiciones, pero sólo si se acompaña de políticas integrales que garanticen salarios dignos y acceso a servicios de salud. Sin ello, la reducción horaria será un paliativo insuficiente.
La ambigüedad de Sheinbaum frente a la reforma es reveladora. Primero la descartó como “no prioritaria” y luego habló de “consenso con los empresarios”, lo que refleja su alineación con los intereses del capital. Esto no sorprende: históricamente, las conquistas laborales han sido arrancadas con lucha, no concedidas por decreto. La 4T, pese a su retórica izquierdista, parece más interesada en mantener el statu quo que en transformarlo.
El camino no es fácil. Requiere organización sindical independiente, movilización social constante y una conciencia de clase que trascienda las promesas de los gobiernos.
También exige desmontar el mito de la meritocracia, que culpa a los pobres de su pobreza mientras justifica los privilegios de una élite parasitaria. México no necesita migajas, necesita una transformación radical donde la economía sirva al pueblo y no al revés.
Mientras tanto, la reducción a 40 horas debe vigilarse con atención. No permitamos que se convierta en letra muerta, como tantas otras leyes laborales. Exijamos su aplicación universal, sin exclusiones para trabajadores informales o de sectores precarizados.
Demandemos, asimismo, que la ley vaya acompañada de aumentos salariales, fiscalización estricta a las empresas y políticas públicas que combatan el verdadero flagelo: la desigualdad.
La historia nos enseña que ningún gobierno, por más “progresista” que se declare, entregará voluntariamente lo que solo la presión social puede arrancar. La lucha entre la clase obrera y la clase capitalista es una lucha por la plusvalía.
Los explotadores quieren la máxima ganancia reduciendo el salario del trabajador y obligándolo a que trabaje el mayor número de horas; en cambio, los trabajadores exigen una jornada laboral digna pero también un salario digno.
La jornada de 40 horas no es el final, sino un peldaño. El horizonte sigue siendo claro: un México donde nadie tenga que morir trabajando, donde el tiempo de vida no sea moneda de cambio y donde la justicia laboral no dependa de los humores del poder, sino de la fuerza organizada de quienes mueven al país.
El futuro no está escrito, depende de nosotros escribirlo. Mientras tanto, es crucial mantener la presión social y no dejarse engañar por medidas cosméticas. Como dice Marx, la liberación del pueblo debe ser obra solo del pueblo mismo.
La correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo hoy está a favor de los capitalistas, y la manera de revertir esta situación desfavorable es la organización y la concientización de los trabajadores, pues el triunfo depende del número de obreros aglutinados con la teoría marxista-leninista.
Los trabajadores deben organizarse, exigir salarios dignos y condiciones laborales humanas. La unidad es la única fuerza capaz de enfrentar un sistema diseñado para oprimir. No basta con celebrar una reforma; hay que seguir luchando por un futuro donde el trabajo no sea sinónimo de explotación, sino de dignidad.
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