La política de seguridad impulsada por la llamada Cuarta Transformación, encabezada por su promotor Andrés Manuel López Obrador, ha demostrado ser un rotundo fracaso. El célebre lema “abrazos, no balazos” quedó reducido a una frase vacía frente al avance impune de las bandas criminales, que hoy navegan con absoluta libertad por el país, sembrando terror, sometiendo comunidades enteras y ejerciendo un poder que compite y, en muchos casos, supera al del propio Estado.
No podemos normalizar la violencia, la extorsión, el miedo ni la lucha diaria por sobrevivir. Los mexicanos merecemos paz: tenemos derecho a vivir sin temor.
Como lo documenta Nancy Grajeda en su artículo “Los mexicanos merecemos paz, tenemos derecho a vivir sin miedo”, la inseguridad se ha convertido en la principal preocupación de millones de ciudadanos. Cada día aumenta el riesgo de ser víctima de un delito: robos, asaltos, secuestros y homicidios forman parte del panorama cotidiano. Salir a trabajar, ir a la escuela o simplemente caminar por la calle se ha convertido en una apuesta peligrosa.
Los datos del Inegi confirman esta realidad con contundencia. Según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) publicada el 24 de julio, en el segundo trimestre de 2025 la percepción de inseguridad aumentó a 63.82 %. Esto significa que seis de cada diez mexicanos mayores de dieciocho años sienten que vivir en su ciudad es inseguro, y el panorama es aún más grave para las mujeres: siete de cada diez temen ser víctimas de un acto violento. Estas cifras superan las del mismo periodo de 2024, cuando se registró un 59.4 %.
Aún más alarmante resulta la percepción de inseguridad en espacios públicos específicos: 72.2 % de los ciudadanos se siente en riesgo al usar un cajero automático en la vía pública. 65 %, en el transporte público.
Las mujeres, como siempre, cargan la parte más pesada: el 68.5 % considera inseguro el entorno en el que vive. No se trata de una sensación vaga o subjetiva, sino de experiencias reales y constantes que han marcado su vida con miedo, violencia y desprotección.

Estas son las cifras verdaderas, no las maquilladas por el gobierno federal en sus conferencias matutinas, las que gritan auxilio ante un país paralizado por el temor y por autoridades incapaces de contener a los grupos criminales.
Hoy, más de la mitad del territorio nacional se encuentra bajo control o influencia del crimen organizado. En estas zonas, los delincuentes ejercen un autogobierno que incluye el cobro de derechos de piso a campesinos, productores, empresarios, comerciantes y ciudadanos en general. Quien no paga, es atacado, expulsado o asesinado. La brutalidad se ha normalizado.
Los discursos oficiales insisten en supuestos avances: disminución de homicidios, detenciones relevantes y grandes decomisos. Sin embargo, la población sabe que esas cifras no reflejan su vida diaria, marcada por la indefensión.
La inseguridad no se combate con palabras huecas, sino con acciones contundentes y, sobre todo, con políticas que ataquen las causas profundas del problema. Entre ellas, la pobreza que afecta a más de cien millones de mexicanos y que obliga a miles de jóvenes a enrolarse en las filas del crimen organizado como única vía para escapar de su realidad.
El gobierno de Estados Unidos ha catalogado a varios de estos grupos como organizaciones terroristas; aun así, estos continúan reclutando a jóvenes mexicanos con amplios recursos económicos o, en otros casos, a través del secuestro y del uso de civiles como escudos humanos para impedir la acción del Ejército.

La violencia no se combate únicamente con armas. Se combate con inversión social, con oportunidades laborales reales, con educación, con justicia y con instituciones que funcionen. Los focos rojos del país coinciden con los niveles más altos de marginación, y el abandono institucional se ha convertido en el fertilizante que permite que el crimen organizado crezca y se fortalezca.
Hoy más que nunca, los ciudadanos deben alzar la voz y exigir resultados reales, no discursos triunfalistas. No podemos normalizar la violencia, la extorsión, el miedo ni la lucha diaria por sobrevivir. Los mexicanos merecemos paz: tenemos derecho a vivir sin temor.
El gobierno presume su Estrategia Nacional de Paz y Seguridad, centrada en la atención a las causas, la consolidación de la Guardia Nacional, el fortalecimiento de la inteligencia y la coordinación interinstitucional. Asegura avances y logros.
Pero la percepción social, esa que no se puede maquillar, dice otra cosa: vulnerabilidad, extorsiones, desapariciones forzadas, territorios controlados por el crimen y un país que clama por auxilio.
Mientras tanto, el lema de “abrazos, no balazos” se ha convertido únicamente en el recordatorio de una política fallida, incapaz de detener el llanto, el luto y la muerte que cubren a la nación.
Hoy, esa estrategia está reducida a cenizas. Y México exige un cambio.
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