MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El despojo hídrico que encendió al norte

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En México el agua siempre ha sido un símbolo de vida, trabajo y esperanza, pero desde la llegada de la 4T al poder, la narrativa cambió: el vital líquido dejó de ser un derecho para convertirse en un instrumento de control político, un mecanismo de presión y un arma silenciosa contra quienes producen alimentos para el país. Y si existe un estado que lo ha entendido con absoluta crudeza, ese es Chihuahua, donde hoy se libra una de las batallas más intensas por la defensa del agua y la dignidad del campo mexicano.

Cuando el campo deja el tractor y toma las carreteras, cuando los productores cierran aduanas, cuando los transportistas se suman y los pueblos indígenas alzan la voz junto a ellos, el país deja de funcionar.

Las reformas impulsadas por la presidenta Claudia Sheinbaum para modificar la Ley de Aguas Nacionales y la Ley General de Aguas encendieron el país en cuestión de días. Lo que en el escritorio del gobierno federal se presenta como “modernización” y “gobernanza hídrica” en el terreno, en los surcos, en los pozos, en las presas, se traduce en una amenaza directa al sustento de miles de familias.

La propuesta no sólo aumenta el poder de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) a niveles de virreinato; también desmonta derechos históricos, criminaliza al productor y convierte cada concesión en una espada de Damocles pendiendo sobre la cabeza del campesino.

Chihuahua se convirtió en el epicentro de la resistencia no porque sea una entidad conservadora, ni porque la narrativa de la 4T hable de “boicot electoral”, sino porque aquí la vida depende de poder abrir o no una válvula. Desde el desierto hasta los valles agrícolas, el agua no es ideología: es el límite entre cosecha o bancarrota, entre deuda o estabilidad, entre comida en la mesa o una bolsa vacía.

El campo no protesta por consigna. Protesta porque lo están asfixiando. Y esta vez, la mecha prendió más rápido que nunca.

En unos cuantos días, productores, transportistas, pueblos indígenas, ganaderos, trabajadores agrícolas y organizaciones rurales se unieron contra una reforma que podría convertirse en la dictadura del agua.

Si los operadores legislativos del gobierno federal pretendían imponerla sin resistencia, Chihuahua les demostró que el escenario sería lo contrario: carreteras tomadas, aduanas bloqueadas y una movilización que toca, ahora sí, las fibras económicas del país.

El bloqueo anunciado en el Puente Internacional Córdova Américas y en la Aduana de Juárez no es un gesto simbólico: es un recordatorio de que sin campo no hay comercio, y sin comercio, la economía mexicana se detiene.

Mientras en la Ciudad de México discuten la ley entre diapositivas, conceptos aspiracionales y discursos de “acceso equitativo al agua”, en Chihuahua la pregunta es más simple: ¿podrá el agricultor encender el pivote para que la cosecha no se pierda? ¿O tendrá que pedir permiso a un burócrata de la capital que nunca ha pisado un campo ni sabe cómo huele la tierra mojada después de un riego?

Esa desconexión entre el escritorio y la parcela es la verdadera chispa de este conflicto, porque la iniciativa no sólo limita la transmisión de concesiones, lo cual equivale a prohibir que una familia herede el patrimonio construido durante generaciones, sino que abre la puerta para que cualquier pozo agrícola pueda clausurarse con un simple dictamen administrativo.

En un país acostumbrado a que cada nueva ley sólo sirve para incrementar las mordidas, suena ingenuo creer que una Conagua centralizada será más eficiente o menos corrupta. La experiencia, por el contrario, enseña que cuando el gobierno quiere más control, el ciudadano termina pagando más sobornos.

En Chihuahua el recuerdo de La Boquilla sigue vivo. Aquel conflicto de 2020, provocado por decisiones autoritarias de la administración de López Obrador, demostró que el campo sabe defenderse cuando el poder central quiere imponer su voluntad sobre el territorio.

Pero lo que hoy sucede tiene un alcance mayor; ya no son sólo los distritos de riego del centro-sur: ahora se han sumado regiones completas, sectores productivos enteros y miles de ciudadanos que ven en esta reforma un nuevo intento de despojo desde el centro.

¿De verdad quiere el gobierno federal enfrentarse al único sector que todavía sostiene la balanza alimentaria del país? ¿De verdad pretende imponer una reforma torpe, precipitada y profundamente centralista sin escuchar a quienes serán afectados directamente? La resistencia no es un capricho, es un grito de supervivencia.

Los legisladores morenistas de Chihuahua enfrentan una presión creciente, ya no hay espacio para simulaciones ni discursos ambiguos. O defienden a su estado o cargarán la factura política de haberle dado la espalda al campo.

Los productores de hoy ya no son los invisibles de ayer, están organizados, están cansados y están dispuestos a defender lo suyo.

Y si el gobierno federal decide avanzar sin diálogo, sin escuchar y sin corregir, lo que podría estallar no será una protesta controlable, sino una verdadera revuelta rural. Porque cuando el campo deja el tractor y toma las carreteras, cuando los productores cierran aduanas, cuando los transportistas se suman y cuando los pueblos indígenas alzan la voz junto a ellos, el país deja de funcionar.

Las reformas de la 4T han encendido una mecha en el campo mexicano y ningún estado como Chihuahua muestra con mayor claridad dónde está el verdadero corazón del conflicto: no se trata de política partidista, sino de la defensa del agua, de la tierra y del derecho a producir. 

Los campesinos no piden privilegios; exigen respeto. Y hoy lo exigen con la fuerza de quienes saben que sin agua no hay vida, sin vida no hay campo y sin campo no hay nación.

Si el gobierno federal decide convertir el agua en castigo, no debe sorprenderse cuando el campo responda con la única fuerza que le queda: la unidad y la resistencia.

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