A principios de septiembre de 1970, mediante una coalición de partidos de izquierda, los chilenos tuvieron la osadía de encumbrar al máximo cargo de elección Popular de su país a Salvador Allende, un hombre que había tratado varias veces de dirigir a sus connacionales hacía lo que él creía el camino correcto para mejorar sus condiciones materiales y espirituales de vida.
Una vez ahí, Allende inició su mandato acelerando la reforma agraria, implementando medidas para atender la alimentación de los niños, la salud y educación, la seguridad social y la vivienda. Como consecuencia de ello el desempleo disminuyó y las familias más pobres comenzaron a ver los beneficios.
Los más ricos, en cambio, no estaban nada contentos con decretos como el congelamiento de los precios de los productos básicos, la expropiación de grandes latifundios para repartírselas a los campesinos y, sobre todo, la nacionalización de las minas del cobre, cuyas empresas extractoras pertenecían en su mayoría a los Estados Unidos.
Ante esta situación, la respuesta del imperio norteamericano no se hizo esperar. Induciendo la escasez de productos de primera necesidad a la par que se desataba una rabiosa guerra mediática, se provocó la inconformidad de la población poniéndola en contra de su gobierno.
Una de las cualidades principales de Salvador Allende y sus seguidores, desde mi modesta opinión, fue haberse dado cuenta de la necesidad de crear una organización de masas lo más abarcadora, consciente y cohesionada posible que entendiera y respaldara las acciones que se estaban implementando. Fue así como inició tan pronto como fue posible, una campaña de politización para la clase trabajadora encabezada por Martha Harneker y Gabriela Uribe. Pero era demasiado tarde. Ya había comenzado el movimiento reaccionario que culminó con el violento golpe de estado el 11 de septiembre de 1973 donde el general Augusto Pinochet, abriendo fuego con aviones de combate y tanques de guerra, se hizo del poder tomando por asalto el Palacio de la Moneda para permanecer en él durante 17 años; y todo lo que se había logrado en favor de las clases marginadas se vino abajo.
Las palabras pronunciadas por Salvador Allende en los últimos instantes de su vida dan cuenta de ese vacío y esa soledad que debió experimentar ante la ausencia del pueblo organizado levantándose en defensa de su gobierno y de sus instituciones: "...Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
éstas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición".
Lo anterior viene a cuento por los últimos acontecimientos suscitados en nuestro país en el que el presidente, Andrés Manuel López Obrador, un gobernante que dice representar los intereses de las mayorías empobrecidas y cuyo lema de gobierno es "Por el bien de todos, primero los pobres", bajo el pretexto de combatir la corrupción, ha desatado una feroz campaña, sin ninguna prueba de por medio, en contra de la organización popular. La última acción ha sido la prohibición del tercer evento masivo que el Movimiento Antorchista tenía programado realizar en el Estadio Víctor Manuel Reyna, de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; en el que reuniría a más de 60 mil gentes para celebrar pacíficamente su 45 aniversario.
Llama poderosamente la atención el hecho de que si el destinatario principal de su proyecto de nación es la clase trabajadora, ¿por qué pretende entonces suprimir su participación activa y consciente haciendo a un lado la experiencia de otros países latinoamericanos como la que describimos más arriba?; ¿o la sugerencia de destacadas y lúcidas plumas como Julio Huato que en sus tiempos de candidato le advertía: "...todo avance más o menos duradero en lo jurídico y lo económico en favor de las clases populares — va a chocar por necesidad con los intereses del gran capital local e internacional, lícito e ilícito"? por lo tanto, recomendaba Huato, para incrementar las posibilidades de éxito "...Se necesita poder político y no sólo mandato formal de gobierno". Y agregaba: "De la burocracia, las policías y las fuerzas armadas no se puede esperar cooperación eficaz. Son lo que son, productos históricos con mucha costra sistémica. Se necesita la capacidad concreta movilizable de masas organizadas, de cuadros con competencias técnicas específicas, para empujar este proceso si no se ha de quedar en promesas". Además, Huato sentenciaba: "...Si quieren avanzar estratégicamente en lo popular y nacional (...) necesitan extender y consolidar su base de masas, más allá de la ventaja electoral que logren el 1 de julio. Tienen que elevar seriamente su grado de organización, educación y unidad combativa, so pena de pagar un alto costo histórico y no sólo ellos, sino la izquierda toda y el pueblo de México en su conjunto".
Duras pero muy justas palabras que, por lo que vemos, no han encontrado eco en la mente de la 4T.
Ante esta situación solo queda preguntarnos, ¿cómo se explica entonces la conducta de éste gobierno?
Con tanto material histórico y periodístico no se puede alegar ignorancia, por lo tanto, sólo queda una explicación: AMLO no lesionará a favor del pueblo los intereses de pequeños ni de grandes capitales; por lo tanto, lejos de necesitarlo, le estorba el respaldo popular, puesto que tiene el apoyo de los grandes empresarios. Sin importarle las consecuencias que tenga que pagar todo el pueblo de México, la Cuarta transformación no pasará de ser un slogan de campaña.
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